Crónica de un asedio anunciado

Captura de pantalla de un video en el que aparece el presidente Daniel Noboa, el 6 de agosto de 2025.

Rene Betancourt

Quito, Ecuador

“Para que no se pueda abusar del poder, es preciso que el poder frene al poder.”

Montesquieu

¿Qué ocurre cuando el poder deja de temerle a la ley? ¿Qué sucede cuando, en lugar de gobernar con límites, un presidente decide doblarlos, borrarlos o reemplazarlos por aplausos callejeros? Ecuador ya tiene la respuesta en marcha: el asedio a la Corte Constitucional ya no es una hipótesis ni una advertencia, es una realidad en curso.

Toma la forma de una consulta popular que busca someter a juicio político a los jueces, se amplifica en ruedas de prensa y se agita en convocatorias públicas. Pero más allá de las formas, el fondo es inequívoco: se trata de un ataque deliberado contra el único órgano que hoy puede decirle no al poder.

Cuando el Ejecutivo convoca a marchar contra la Corte, no lidera democráticamente: busca deslegitimar al árbitro que garantiza los límites del poder. Y no nos engañemos: esto no es un simple roce entre funciones del Estado, sino un intento calculado de desmontar contrapesos importantes que sostienen la democracia. Las marchas promovidas desde el poder, la retórica confrontativa y las narrativas de desprestigio no buscan fortalecer la participación ciudadana, sino reemplazar el control constitucional con la presión de las multitudes.

¿Desde cuándo el respeto a la Constitución depende del volumen en las calles?

El conflicto actual detonó cuando la Corte aceptó a trámite tres demandas de inconstitucionalidad, de más de treinta presentadas, contra recientes leyes impulsadas por el Ejecutivo: la Ley de Solidaridad Nacional, la Ley de Inteligencia y la Ley de Integridad Pública. Tramitadas con carácter económico urgente y aprobadas por una mayoría oficialista, estas normas despertaron una oleada de cuestionamientos de actores sociales, académicos y sindicales. El 4 de agosto, la Corte suspendió provisionalmente 17 artículos, alertando sobre una posible afectación “inminente y posiblemente irreversible” a derechos fundamentales como la intimidad, el debido proceso y la independencia judicial.

En la Ley de Inteligencia, se habilita la interceptación de comunicaciones sin orden judicial, operaciones encubiertas sin control institucional, uso de identidades falsas por parte de agentes, acceso sin supervisión a bases de datos personales y la posibilidad de incinerar respaldos de información. ¿Qué clase de Estado espía sin rendir cuentas y destruye pruebas sin justificación? ¿Qué confianza puede tener un ciudadano en un gobierno que quiere escucharlo sin pedir permiso?

La Ley de Solidaridad Nacional reconoce un conflicto armado interno por decreto presidencial, a pesar de que la Corte ya había rechazado ese camino en abril de 2024. Sus definiciones ambiguas sobre “objetivos militares” y “grupos armados organizados” dejan un margen amplio para abusos, mientras que su propuesta de un indulto anticipado amenaza con generar impunidad frente a graves violaciones a los derechos humanos. ¿A quién protege una ley que borra responsabilidades antes de que se juzguen? ¿A las víctimas o a los verdugos?

En la Ley de Integridad Pública, se introducen mecanismos de evaluación laboral que permiten el despido arbitrario de funcionarios, sin garantías de debido proceso. ¿Qué ocurre cuando los servidores públicos son expulsados por criterios políticos o por no alinearse al poder de turno? Se erosiona la independencia del Estado y se siembra el miedo donde debería florecer la ética.

Mientras el Ejecutivo avanzaba con normas de dudosa constitucionalidad, la Corte respondió con lo que le toca: responsabilidad y transparencia. Convocó a las autoridades a defender sus leyes en audiencia pública, alteró el orden cronológico de los casos para priorizar estas demandas, y activó los mecanismos de protección previstos por la Constitución. Pero la reacción del Ejecutivo fue otra: una campaña de presión política. En una declaración conjunta, flanqueados por policías y militares, la ministra de Gobierno y el presidente de la Asamblea acusaron a los jueces de atentar contra la seguridad nacional. ¿Desde cuándo garantizar la Constitución se volvió un acto subversivo?

El presidente Noboa, lejos de apaciguar los ánimos, convocó a una marcha nacional contra la Corte para el 12 de agosto: “Ese día marcharemos para hacer sentir el verdadero poder del pueblo”, dijo. Y añadió: “No podemos permitir que nueve personas entronadas nos tiren abajo leyes que les pueden dar paz a sus familias”.

¿Quién define lo que da paz a las familias? ¿La Corte que pone límites al poder o el poder que quiere decidirlo todo?

En medio de esta confrontación, se revela la consulta popular que el gobierno quiere someter a votación el 17 de diciembre. Las preguntas incluyen desde permitir bases militares extranjeras hasta eliminar el financiamiento estatal a partidos, reducir el número de asambleístas, reabrir casinos, y lo más alarmante: permitir el juicio político a jueces constitucionales.

La paradoja es brutal: la misma Corte que hoy es blanco de ataques debe decidir si las preguntas impulsadas por el poder que la acosa son constitucionales o no.

¿Puede un juez deliberar con libertad mientras afuera ruge una turba convocada por el propio Ejecutivo?

¿Puede la ley seguir siendo un límite cuando quien gobierna la presenta como un estorbo?
Cuando el poder transforma su fuerza política en un arma de presión judicial, la frontera entre democracia y autoritarismo deja de ser difusa: simplemente desaparece. Porque donde el poder ya no acepta frenos, no gobierna: impone.

¿Y qué libertad le queda a una Corte para evaluar una consulta que incluye su propia cabeza en bandeja?

Todo esto ya lo vimos: primero vienen las leyes urgentes, con nombre noble y alma turbia; después, la prensa que aplaude, los jueces que estorban, las marchas coreografiadas, y al final, una reforma hecha a la medida del puño que manda. En Nicaragua y Venezuela, ese libreto ya tuvo función: ahí los jueces no juzgan, asienten. Ahí el poder no convence, aplasta.

¿Queremos convertirnos en otra advertencia latinoamericana? ¿Otro país que se quedó sin frenos y no supo en qué curva perdió la República?

La Corte Constitucional aún no ha emitido fallos definitivos. Ha sido cauta, pero no cobarde. Y, sin embargo, se encuentra cercada por una combinación de amenazas institucionales, presión callejera y reformas legales con nombre de funeral. La acechan desde los micrófonos, la empujan desde la calle y la apuntan desde el escritorio. ¿Y cuando caiga el último que se atreve a decir no? ¿Quién quedará para recordar que el poder, sin freno, no gobierna… arrasa?

Los ciudadanos no podemos mirar hacia otro lado. La Corte no representa una ideología, defiende algo más incómodo: la idea de que ni el más aplaudido puede hacer lo que le da la gana. Su función no es caer bien, sino ponerle freno al delirio de grandeza.

Si aceptamos que se marche contra jueces porque incomodan, mañana se marchará contra quienes escriben, contra quienes enseñan, contra quienes disienten y por quienes preguntan. Después, por quienes simplemente no aplauden. Lo que está en juego no es una Corte ni una consulta; es la línea que separa el gobierno de la imposición, el derecho de la fuerza, la democracia de su caricatura.

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