Quito, Ecuador
El Presidente gobierna con micrófonos, no con hojas de cálculo. Prefiere el estribillo a la cifra y la tarima fugaz a los indicadores y cronogramas. Su moneda es la escena, que dura lo que un suspiro en el noticiero.
En siete días, la partitura sonó en cuatro actos: la marcha oficial del jueves 11 de septiembre de 2025 en Guayaquil, la invisibilización de las protestas sociales del viernes 12 de septiembre en Quito, el anuncio del fin del subsidio al diésel y el traslado temporal de la sede a Latacunga por el Decreto 127 del sábado 13 de septiembre.
Y la semana no fue una suma de hechos, fue una estrategia: continuar con sus esfuerzos de convertir a la Corte en antagonista, blindar con bonos una decisión impopular y mudar la sede para coreografiar autoridad. El libreto busca plebiscitar liderazgo mientras difiere la discusión de resultados. El estribillo, casi calcado: “que decida la gente” y la culpa recae en “los de siempre”, con la Corte Constitucional en el papel de villano de reparto.
Todo al servicio de una consulta hecha a la medida que pretende subir a seis votos la vara para declarar inconstitucionalidad y aprobar una ley que reordene el control constitucional. Pero la Corte, por ahora, no compra toda la función. Ya bajó cuatro preguntas del cartel, tiene siete más en la mesa, dejó pasar solo dos acotadas y funcionales al guion: contratación por horas en turismo y recorte de asambleístas, y además habilitó someter a referendo el restablecimiento de bases militares extranjeras.
Aquí la música sigue, pero la partitura no es del todo del Gobierno. Primero se fija el marco y después llegan los datos. Quien encuadra decide de qué se habla y cómo se juzga. Al bautizar la consulta como “dejar decidir a la gente” y ubicar a la Corte en el casillero de “los de siempre”, el Gobierno traslada la disputa al terreno de la identidad, vuelve secundario el análisis jurídico y convierte cada objeción en supuesto agravio a la voluntad popular.
Con el marco plantado, llegó la decisión más costosa en términos sociales. El decreto que eliminó el subsidio al diésel fijó un precio de 2,80 dólares por galón. Para amortiguar, el Gobierno activó un escudo que, según cifras oficiales, incorpora a 55.000 familias a bonos, prevé devolución del IVA a adultos mayores y abre compensaciones para choferes del transporte público.
Este lunes 15 de septiembre se comenzó a pagar la primera tanda a miles de transportistas registrados. El paquete sectorial se completa con transferencias de 400 a 1.000 dólares por beneficiario, un Plan Nuevo Transporte por 150 millones de dólares para renovar flota, un bono de chatarrización de hasta 20.000 dólares y créditos a tasa subsidiada.
Pero la prueba no está en el anuncio sino en la ejecución: en el traspaso a precios, es decir, en cuánto del alza termina en pasajes, fletes y alimentos, y en si ese flujo de recursos sostiene redes territoriales en un escenario electoral más proporcional y menos disperso. Ese diseño distribucional compra tiempo y baja la temperatura, por ahora; el resto del libreto se dirime en la calle y en la arena institucional.
Leído en clave electoral, 2025 y 2026 son la pretemporada de las seccionales de 2027. Con D’Hondt, que penaliza la dispersión, y la posible supresión del fondo partidario empujando a financiarse con caja propia, bonos, compensaciones y programas sectoriales operan como herramientas de fidelización territorial: alivio hoy, lealtad mañana.
Del otro lado, la oposición no logra ordenar su casa: el correísmo litiga liderazgos y se encierra en su nicho; la derecha aparece atomizada; las centrales sindicales no unifican agenda ni calendario; la CONAIE y sus brazos urbanos tiran en paralelo. Hay indignación, pero no arquitectura política. Ese vacío facilita que el Ejecutivo marque el ritmo.
En la calle y en los despachos, el Gobierno aprovechó esa ventaja y marcó el compás. El diálogo con parte de la dirigencia frenó la paralización anunciada en Pichincha e instaló mesas por treinta días, aunque el mapa siguió tenso, con cierres intermitentes en Carchi y deliberaciones en Manabí.
La Revolución Ciudadana empujó una resolución de rechazo en la Asamblea y la CONAIE declaró asambleas permanentes. Las protestas del 12 de septiembre de 2025 en Quito, convocadas por sindicatos y colectivos, fueron contenidas con vallas, cercos y gases. Tuvieron poca cobertura en medios tradicionales y, en gran medida, fueron minimizadas. No es casual: lo que se ilumina se vuelve prioridad y lo que queda en sombra pierde peso, aunque duela en la vida diaria. Así, el relato oficial quedó en el centro y los costos sociales en los márgenes.
La mudanza del poder a Latacunga profundiza la lógica de control territorial y del relato. El lunes 15 de septiembre de 2025, la ciudad abrió panaderías, colegios y buses como siempre; la novedad estuvo en el centro cívico. Vallas metálicas cercaron la sede temporal del Ejecutivo. En el parque central, donde están el Municipio y la Gobernación, se desplegaron contingentes militares, incluidos vehículos antimotines. Decenas de policías recibieron instrucciones del gobernador Nelson Sánchez mientras reforzaban el perímetro. Como diría el politólogo Murray Edelman, esto es política simbólica: un despliegue que comunica control y orden, aunque no resuelva el problema de fondo.
Guayaquil, por su parte, dejó otra postal del libreto. La marcha oficial mostró músculo y megáfonos con el estribillo contra los sospechosos de siempre. Luego llegó la prueba más simple, esta vez desde los micrófonos de los reporteros: “mencione tres obras emblemáticas del gobierno”. Hubo silencios y miradas al suelo.
Siguió la pregunta que desnuda el truco: “¿contra quién marchamos y a quién le exigimos seguridad?”. La respuesta obvia era el presidente, pero fue el presidente quien convocó la marcha. Gobierno marchando contra su propio reflejo. La épica alcanza para una tarde; sin obra no hay segunda función y la realidad baja el telón. Como recuerda George Lakoff, las consignas prenden porque activan valores previos, pero cuando hablan el bolsillo y los servicios, el marco se desarma.
Tras los paros de 2019 y 2022, el primero con la caída del Decreto 883 y el segundo con 15 centavos menos por galón y la promesa de focalizar subsidios, hoy el tablero es otro: el presidente llega con más aprobación que Moreno y Lasso, los actores sociales están desgastados y la seguridad domina, pero un atraso en pagos o un rápido traspaso a precios del alza del diésel puede encender estallidos puntuales.
Mientras tanto, hay capítulos que casi no entran al guion. Poco se discute el aumento del IVA y su efecto en cada compra, el Plan Fénix y el fracaso de una guerra contra la inseguridad que acumula operativos, pero no devuelve el control del barrio, la subida del diésel pese a la promesa de campaña de no tocarlo y la crisis en la salud y la educación públicas que se mide en hospitales sin medicinas y aulas sin docentes. No aparecen en primer plano porque no admiten épica, exigen gestión, números y plazos. Y contra eso, los eslóganes duran lo que una cortina de humo.
El frente institucional condiciona el resto y conecta con el territorio. En Azuay, Kimsacocha exige definiciones concretas: licencia ambiental en julio de 2025 pese a consultas locales, anuncio presidencial del 12 de septiembre de 2025 y pedido de informes a los GAD. El Estado, además, queda expuesto a un arbitraje internacional por el acuerdo de protección de inversiones firmado en 2023. La convocatoria “Kimsacocha no se toca” para el martes 16 de septiembre de 2025 recuerda que el agua no admite ambigüedades administrativas y que un paso en falso puede ser fiscal y social a la vez.
La aritmética parlamentaria, por ahora, favorece al oficialismo y a sus aliados, mientras la Revolución Ciudadana atraviesa divisiones. Ese terreno ayuda a sostener la agenda, pero es un crédito que se agota si los contrapesos institucionales se intentan doblar por la vía plebiscitaria y si los resultados no aparecen donde más duelen los costos, en el precio del pasaje, en el transporte de alimentos, en la seguridad hídrica de las ciudades.
Un gobierno puede ganar la conversación; la realidad, tarde o temprano, pasa la factura. La crítica seria no se queda en la coreografía: contrasta libreto con partitura. En economía, el “escudo social” se mide por depósitos puntuales y por contener el traspaso a precios. En Azuay, las consultas y la condición de recarga hídrica exigen una definición jurídica nítida, con modelaciones públicas y un plan ante un eventual arbitraje. En lo institucional, una consulta puede ordenar políticas, no reescribir contrapesos ni fabricar a la Corte como enemigo útil.

La comunicación sirve para comprar días. Gobernar requiere datos abiertos, metas con fecha y decisiones auditables. Si el Ejecutivo salta de la épica a la evidencia, una semana vertiginosa puede volverse oportunidad para reconstruir confianza. Si insiste en la escena sin obra, el guion lo dictará la realidad, en el precio del mercado y en el grifo de la ciudad; como resumió James Carville, estratega demócrata y artífice de la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992: «es la economía, estúpido».
