
Guayaquil, Ecuador
Volvemos a hablar de constituyente. Conviene recordar la idea del profesor de filosofía política de Harvard, John Rawls, en su Teoría de la Justicia, de 1971. En ella propone el experimento del “velo de ignorancia”: imaginar que debemos acordar las reglas básicas de la sociedad sin saber qué lugar ocuparemos en ella, si ricos o pobres, mayoría o minoría, élite o marginados, gobierno u oposición. Privados de esa información, cualquiera tendería a escoger principios imparciales que protejan a todos, porque mañana, levantado el velo, podría resultar que estamos en la posición más débil.
Eso es justamente lo que debería ocurrir en una constituyente. Ningún actor político sabe con certeza quién controlará el poder en el futuro. Bajo esa incertidumbre, lo sensato es pactar mínimos que sirvan siempre, gane quien gane. La tentación de hacer constituciones para blindar al gobierno de turno, o a su programa político, es la que nos condena a la inestabilidad y la fiebre refundacional cada década, en promedio.
El error ha sido entender la constitución como un ideario o un programa político. La de 2008, con más de 400 artículos, es un catálogo de aspiraciones: derechos imposibles de cumplir, programas que corresponden a políticas públicas, llegando al límite de establecer preasignaciones presupuestarias en salud y educación sin el más mínimo criterio de viabilidad.
Una constitución no puede ni debe reglamentarlo todo. Su función es otra: ser un estatuto político que delimite la cancha, con árbitros imparciales y reglas que todos acepten. La política se juega dentro de esa cancha, y las discusiones sobre programas deben resolverse dentro de ese marco institucional, no grabarse en piedra en la carta fundamental.
¿Cuáles serían esos mínimos sobre los que sí vale la pena ponerse de acuerdo? No son tantos. La inviolabilidad de la propiedad privada, porque sin seguridad jurídica no hay inversión ni prosperidad. La independencia real de la justicia, la fiscalía, el sistema electoral y la legislatura, para que no sean satélites del Ejecutivo ni de una mayoría ocasional. Mecanismos efectivos de pesos y contrapesos, que eviten la concentración del poder y garanticen que las instituciones se vigilen entre sí. Y un puñado de derechos fundamentales claros y garantizables: libertad de expresión, debido proceso, libertad de asociación y participación política.
Estos puntos no son ideológicos. Benefician tanto al que gobierna como al que está en la oposición. Son, por eso mismo, el terreno natural del consenso. Una constitución que se construya sobre esa base no tiene por qué ser larga. De hecho, cuanto más breve y clara sea, más difícil será manipularla y más tiempo podrá resistir.
El consenso, en este contexto, no significa unanimidad artificial ni pactos políticos bajo la mesa. Significa asumir que la única manera de protegerse de los abusos es acordar reglas que todos convenga respetar, incluso cuando pierdan.
Si la nueva Constitución no cumple con la misión de limitar el poder y generar confianza, el próximo caudillo tendrá la excusa perfecta para arrastrarnos hacia otra constituyente. Una Constitución no debe tener partido ni apellido.

Así, lo que más conviene a la fuerza política que lidera este proceso constituyente es redactar una constitución tal que a las fuerzas políticas de la posteridad no les quede otra opción que mantenerla. Solo siendo una constitución susceptible de consensos, por funcional, pasará de ser la constitución de Fulano, para ser la constitución de los ecuatorianos.