
Isaac Román I.
Guayaquil, Ecuador
Una vez más, el país atraviesa un paro nacional convocado por los denominados ‘sectores sociales’, conformados, entre otros, por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), el Frente Unitario de Trabajadores (FUT) y la Unión Nacional de Educadores (UNE). Al igual que en los paros de octubre de 2019 y junio de 2022, las pérdidas económicas resultan millonarias y afectan principalmente a las economías más vulnerables.
Las razones del paro son bien conocidas, siendo la principal de ellas la eliminación del subsidio al diésel, que el país mantuvo durante cincuenta años. El subsidio al diesel para este año estaba presupuestado en alrededor de 1.194 millones de dólares, un despropósito total teniendo en cuenta que esta ‘ayuda’ beneficiaba en mayor medida a aquellos con las rentas más altas del país cosa que, los supuestos ‘sectores sociales’ no ven por ignorancia o no quieren ver por conveniencia.
Quienes respaldan el paro sostienen que, al eliminarse el subsidio al diésel y aumentar su precio, todos los precios de la economía se incrementarán también. “Si sube el diésel, sube todo”, afirman. No obstante, esta narrativa no resiste un análisis riguroso de la realidad: el impacto del aumento del precio del diésel sobre los costos de transporte es mínimo. De hecho, el incremento promedio equivale a aproximadamente 0.003 centavos de dólar por libra transportada, una variación prácticamente insignificante.
Ahora, los cabecillas del paro aseguran que su ‘lucha’ es por ‘el pueblo’ y por los más necesitados, bajo el argumento de que ‘los ricos’ deben ser quienes sufran las consecuencias. “El alimento no va a llegar a las ciudades y se van a morir de hambre los ricos”, decía uno de los manifestantes, encapuchado, como quien se dispone a cometer un ilícito.
Qué tanto de la realidad ignoran estos manifestantes, sus cierres viales generan desabastecimiento en las ciudades, sí, pero remontándonos a principios básicos de economía, cuando las cosas empiezan a escasear sus precios suben debido una reducción de la oferta frente a la demanda y ¿de verdad estos sujetos creen que quienes se verán afectados son los ricos? No, los más afectados son los sectores de menores ingresos, los pobres, ‘el pueblo’ al que dicen estar defendiendo.
¿Son los ricos los afectados cuando un pequeño productor tiene que botar leche al piso porque no puede llevarla a vender? ¿O lo son cuando, por ejemplo, los pequeños comerciantes de la Plaza de los Ponchos, en Otavalo, han tenido que cerrar sus también pequeños negocios porque todas las vías de acceso están bloqueadas y no llega nadie a comprarles? Créanme, los “ricos” no han sentido su paro. Quienes sí lo están sintiendo son aquellos con las rentas más bajas: los que necesitan salir a trabajar, los que dependen de vender sus productos, los que viven del día a día. Son ellos quienes, hartos de no poder hacerlo, han tenido que salir a intentar despejar las vías con sus propias manos.
El país que tenemos
El país que tenemos es un país estancado desde hace más de una década, sin oportunidades, sin inversión, sin empleo.
Durante cincuenta años el Estado ecuatoriano subsidió el diésel. Solo entre 2010 y 2023 se destinaron más de 23 mil millones de dólares a mantener ese subsidio. Sin embargo, el 24% de los ecuatorianos sigue siendo pobre y el 10.4% vive en la extrema pobreza. Entonces, ¿de qué ha servido? De nada. No fue —ni será— una política capaz de reducir la pobreza o mejorar las condiciones de vida en el país.
Por el contrario, mantener el subsidio solo puede agravar la situación del país. Las cuentas fiscales del Ecuador llevan años en déficit; es decir, gastamos más de lo que se ingresa y recurrimos constantemente al endeudamiento para cubrir ese hueco. En 2024, el déficit superó los 3.500 millones de dólares, una verdadera bomba de tiempo. El Estado no puede seguir viviendo por encima de sus posibilidades, es vital reducir el gasto y eliminar el déficit fiscal si queremos evitar una crisis aún mayor.
No hay inversiones. En 2024, la inversión extranjera directa (IED) en Ecuador fue de apenas 232 millones de dólares, una cifra insignificante si la comparamos con los 17.000 millones de dólares que recibió nuestro vecino Colombia. La diferencia no es casualidad: mientras allá existen reglas claras, seguridad jurídica y confianza en el mercado, aquí seguimos castigando al capital y premiando la dependencia estatal. Esta falta de inversión se traduce, inevitablemente, en estancamiento económico, ausencia de empleo productivo y falta de oportunidades para los ecuatorianos que dependen del trabajo, no del subsidio.
No hay trabajo. Para agosto de este año, solo el 35.1% de la población económicamente activa (PEA) contaba con un empleo formal; el restante 64.9% se bate entre el subempleo, informalidad y desempleo. Una enorme mayoría no tiene un trabajo ‘estable’ a causa de un código laboral excesivamente rígido que dificulta y encarece las relaciones laborales.
Estos son solo tres de muchos factores que evidencian la extrema necesidad de implementar cambios profundos en el país. Reformas en los ámbitos laboral, financiero, comercial, fiscal y previsional son esenciales para superar el estancamiento actual y encaminar a Ecuador hacia la prosperidad sostenible.
Con esto en mente, resulta difícil no indignarse al escuchar las propuestas de los denominados ‘sectores sociales’, que básicamente buscan mantener las cosas como están: no eliminar subsidios, no reformar el código laboral, no modificar el sistema de pensiones, no permitir la entrada de banca extranjera, oponerse a la globalización y al comercio. ¿Quiénes son sino ellos los culpables de la paralización del país?