Guayaquil, Ecuador
En el Ecuador, la política tiene frases que sobreviven a sus autores. Una de ellas nació de la boca de Abdalá Bucaram, quien en la década de los noventa prometía gobernar “de un solo toque”. Decía que con un solo gesto del presidente se arreglarían los problemas del país, sin necesidad de burocracia ni deliberación. Era una consigna populista que exaltaba la voluntad personal por encima de las instituciones y que sintetizaba una forma de entender el poder como acto instantáneo y casi mágico.
Tres décadas después, la frase cambió de dueño, pero no de pecado. Daniel Noboa, con un discurso supuestamente más pulido y una sonrisa de manual, repite el mismo truco: vendernos la ilusión de un líder que, por puro impulso, puede salvar al país. Bucaram ofrecía el milagro instantáneo de su carisma; Noboa, la eficacia de su apellido y su juventud empaquetada en marketing.
El hilo que une a Bucaram con Noboa no es el estilo, sino la convicción de que la voluntad basta. Ambos confunden liderazgo con omnipotencia. En los dos late la idea de que los límites institucionales son estorbos que frenan el cambio y que el país puede reinventarse al ritmo de un decreto o una ocurrencia. Lo que antes era populismo gritón hoy se reviste de tecnocracia juvenil, pero el fondo es el mismo: una voluntad irreflexiva que desprecia el diálogo y el proceso democrático.
Esa continuidad histórica revela algo más que una coincidencia de estilo: es un vicio nacional. Gobernar “de un solo toque”, ayer con altoparlante y hoy con redes sociales, es creerse dueño del país como quien tiene las llaves de un bar y entra sin pedir permiso. Uno gritaba y el otro sonríe, pero los dos padecen la misma impaciencia por la democracia, esa costumbre lenta y ruidosa de preguntar antes de mandar. En ambos, la velocidad suplanta al consenso y la improvisación se maquilla de audacia.
El presidente Noboa perfecciona la vieja manía con traje nuevo. Su discurso mezcla la palabra “eficiencia” con una fe ciega en el mando vertical: decisiones que se anuncian “por el bien del país”, aunque pasen por encima de la ley, del diálogo o de cualquiera que dude. En su afán de mostrar resultados (o vendernos un relato), ha convertido la inmediatez en método de gobierno y la consulta popular en una herramienta de afirmación personal.
El episodio más reciente es elocuente. En una entrevista sobre la consulta para convocar a una Constituyente, Noboa fue preguntado por los lineamientos de una eventual nueva Constitución. Su respuesta resultó tan reveladora como preocupante: dijo, primero, que cada candidato a la Constituyente llevará sus propuestas, y segundo, que él mismo dará a conocer las suyas una vez que gane el “sí”. Una respuesta breve, casi táctica: como si la claridad fuera un riesgo y la ambigüedad, un recurso. En su estrategia, el contenido puede esperar; lo urgente es ganar el derecho a definirlo.
En otras palabras, prefiere ganar primero y luego explicar qué quiere cambiar. Esa confesión, más que sinceridad, refleja vacío: no hay visión, solo apuesta. Un país no se gobierna con fe ciega ni se reescribe su Constitución al filo de la improvisación. Hay cosas que deberían decirse con respeto y con pausa, pero él las lanza como quien improvisa un verso sin pensar en el incendio. La propuesta presidencial nace del impulso y no del consenso. Reescribir el pacto constitucional no es un acto de campaña: es tocar la raíz misma de la república, y hacerlo con ligereza es casi una blasfemia cívica.
No se espera que el presidente llegue con un borrador bajo el brazo, pero al menos debería tener un mapa, una brújula o una idea clara de hacia dónde quiere llevarnos. No los hay. Tampoco ha existido diálogo con la ciudadanía ni un debate mínimo sobre lo que se pretende cambiar. Todo se mueve al ritmo de la ocurrencia y del aplauso fácil, como si el país fuera un laboratorio de impulsos y no una república que se piensa a sí misma.
Esa falta de rumbo se confirma en sus propias palabras. Daniel Noboa durante la última semana de octubre apenas dejó entrever un par de ideas vagas: una “Constitución sencilla” y “que tenga como máximo 180 artículos”. El presidente quiere una Constitución breve, pero evita decir qué cambiaría o por qué. En otras palabras, busca un cheque en blanco. Por ahora, insiste en que lo primero es ganar la consulta del 16 de noviembre: “Primero hay que ponerse las medias antes de los zapatos, dijo a Radio Centro.
Frente a esto, la ciudadanía no puede limitarse a observar. Corresponde exigir claridad antes de votar, exigir contenido antes del cambio y exigir principios antes de promesas. No se trata solo de oponerse o apoyar una consulta, sino de reclamar transparencia, deliberación y sustancia democrática. Ningún país puede reinventar su Constitución sin saber hacia dónde camina. Dar un cheque en blanco al poder es renunciar al derecho a decidir, y callar ante la improvisación es abdicar de la responsabilidad cívica que sostiene a la república.
Porque en democracia el cómo importa tanto como el qué. Cuando el poder se acostumbra a decidir sin freno, la ley se vuelve estorbo y el Estado de derecho, un mueble incómodo. El “de un solo toque” deja de ser ingenioso y se vuelve costumbre: gobernar sin pausa, sin duda y sin espejo. Aquella frase del populismo noventero terminó describiéndonos mejor de lo que quisiéramos.

Nos recuerda lo frágil que es la institucionalidad y lo fácil que resulta desmontarla en nombre de la eficacia. Quizá ha llegado la hora de entender que un país no se gobierna con impulsos, sino con criterio. Que la política, para ser legítima, no tiene que ser veloz: tiene que ser decente.
