Juan Pablo Castro Rodas y los crueles cuentos para niños viejos

Juan Pablo Castro Rodas, escritor ecuatoriano. Foto del Fondo de Cultura Económica.

Quito.- Juan Pablo Castro Rodas es una de las voces más prominentes de la actual literatura ecuatoriana. Acaba de lanzar ‘Crueles cuentos para niños viejos’, un libro de relatos que empieza con pie derecho: ganó el Premio Nacional de Cuento “José Félix López”, organizado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo Guayas.

Castro Rodas ya ha recorrido un largo trecho en el camino literario: entre sus novelas están ‘La estética de la gordura’ (Ourovourus, 2000), ‘La noche japonesa’ (Quadrilátero, 2010) y ‘Los años perdidos’ (Alfaguara, 2013), esta última mencionada en la discusión del jurado del Premio Rómulo Gallegos.

El pasado 9 de diciembre presentó ‘Crueles cuentos para niños viejos’ en el Centro Cultural Carlos Fuentes, del Fondo de Cultura Económica, en la ciudad capital. A continuación lo que él piensa:

– Has escrito un libro de cuentos. ¿Es un género vigente en la actualidad? ¿Qué te llevó a escribir relatos

– A pesar de que vivimos las mutaciones de los géneros, las fronteras porosas entre unos y otros –quizás, en parte, debido a la presencia de otros relatos que provienen del periodismo, los medios audiovisuales, los juegos posmodernos– el cuento sigue teniendo la misma fuerza expresiva, así como la capacidad de condensar en pocas páginas un universo de múltiples capas –sensoriales, temáticas, estéticas–, y la posibilidad de fragmentar la realidad para tomar de ella, como el primer plano, solo ese resplandor que estalla en un segundo. Una suma de resplandores, a veces crueles, como estos textos, que, por eso mismo, me llevaron a ingresar en el maravilloso mundo del cuento.

– ¿Cómo fue el proceso de escritura? Se dice que el cuento cuenta dos historias, una de las cuales permanece oculta. ¿Las teorías del cuento te ayudaron?

– Más que las teorías como tal, ha sido la lectura acumulada, esa suma de puntos dispares que conforman una imagen, la que me ha permitido sospechar que podía emprender en el ejercicio de esta escritura. De una imagen –un niño que se sube a la terraza de su casa y se lanza al vacío, convencido de que puede volar– a la construcción de un conjunto de textos que indagan en ese estado liminal de la niñez, donde la inocencia y la crueldad se juntan para crear, como un monstruo que pugna por salir, una tecnología de la muerte. Hay algo de cierto, ya sometido a la escritura, que permanece oculto, a veces incluso a la sombra del propio escritor, pues el cuento es como una mirada oblicua que mira un fragmento del mundo; lo que permanece fuera de ese recorte de la realidad, es lo que constituye el misterio, la combustión que enciende el relato.

– Javier Vásconez sostiene que la tradición latinoamericana es realmente muy grande respecto del cultivo del cuento. ¿Cómo operó esa tradición en tu proceso de escritura?

– La tradición –y también las formas vanguardistas que ponen en tensión las estructuras vernáculas– operan en los escritores, en tanto lectores, a través del contacto con el material literario. El cuento, en ese sentido, desde Quiroga, Borges, Cortázar, Palacio, Chernov o el propio Vásconez supone un registro particular –voz, tensión, estilo– con el que convivimos los escritores. Hay algo de cada uno en la capacidad animal de la lengua, en esa condición caníbal de apropiación del material literario de los otros. El escritor es, a pesar de los aspavientos vegetarianos de algunos, un antropófago: un ente monstruoso que se reproduce con las células de los otros.

– Además de urbes extranjeras, en tus cuentos trabajas profundamente a Quito. ¿Cómo fue el proceso de construcción de la ciudad desde tu ficción?

– En mi literatura –La estética de la gordura, La noche japonesa, Las niñas del alba o Los años perdidos­– aparece, a veces más a veces menos, la ciudad. No es solamente un telón de fondo sobre el cual los personajes se proyectan como en una puesta en escena de sombras chinescas. Pero tampoco me ha interesado mitificar a la ciudad de Quito como tal. No obstante, más allá de lo que opina algún despistado, creo que la ciudad, esta ciudad, puede siempre poetizarse en el ejercicio literario. La ciudad es un ser deforme que estalla y se condensa, que se nutre de la vida humana y aniquila esa misma vida. Es el gran escenario del sujeto moderno, la síntesis de los esfuerzos por construir algo llamado progreso y, por eso mismo, constituye su gran tumba, su cementerio más atroz. En estos cuentos, quizás por eso, me interesó jugar con las formas extraterritoriales del relato, pero no por afanes pseudo cosmopolitas, sino porque las historias –las que han surgido de la realidad misma– requerían situarse en otros espacios.

Juan Pablo Castro Rodas

– Hay cierta reflexión sórdida respecto del cuerpo humano, sus mutaciones, sus realidades (como cuando un personaje termina defecando desde la terraza de su casa). ¿Cuál es tu relación de escritor con el cuerpo humano?

– Me interesa reflexionar sobre el cuerpo humano, en tanto materialidad que se transforma. El cuerpo es el último reducto de la libertad individual. Todo acto de reapropiación biológica es, por eso mismo, una forma de expresar el disenso. De los tatuajes a los implantes, las escarificaciones y las ingenierías sexuales, el cuerpo humano se ha convertido en un territorio de tecnologías transformadoras. En mi tesis doctoral ingreso al terreno de los juegos performativos del cuerpo travesti. Pero en este libro de cuentos quise poner en escena algunas de las fluctuaciones del cuerpo, así como jugar con esas expresiones de la biología humana que tanto nos avergüenza. De ahí que el tío Pedro, como un ente celestial, se desvanece desde la terraza.

– En ese mismo sentido, ¿cómo trabajas desde la literatura el erotismo? En el lanzamiento conversamos, entre otras cosas, sobre la escena en que un marido acusa de frígida a su mujer.

– El cuerpo es deseo, frenesí, pulsión erótica; luego, la cultura y sus prácticas, lo racionalizan y lo condenan a las formas del control social. Algunos de los personajes de este libro, como los seres humanos, viven atrapados entre ese deseo y la culpa, entre las pulsiones y los juicios. Me ha interesado siempre el tema del cuerpo y la sexualidad, esa prácticas eróticas que se expresan en las sombras, entre el sudor y los gemidos contenidos. En La estética de la gordura busqué exacerbar el cuerpo sexual en formas orgiásticas, así como lo hice en Carnívoro, donde el protagonista, a través de su propia voz, explora sus devaneos sexuales.

– Carla Guelfenbein hace mucho énfasis en la necesidad de que el escritor cree imágenes y no discursos. ¿Me puedes explicar cómo es la creación de las imágenes en tus cuentos?

– Las imágenes también pueden ser discursos. En la historia de la fotografía –Kim Phuc como emblema de la crueldad, los soldado estadounidenses en Iwo Jima, o el rostro emblemático del Che Guevara con el que se estampan millones de camisetas– hay ejemplos de cómo las imágenes se convierten en discursos. Los escritores no estamos exentos de los juegos de la transtextualidad. Las palabras, por su capacidad de transmutación, pueden desplazarse de un territorio a otro. En el caso de este libro, por ejemplo, varios lectores me han felicitado por llevarles a reflexionar sobre las relaciones complejas entre padres e hijos. A mi no me interesa la literatura como una forma de pedagogía, sin embargo esos lectores han hecho de las historias –imágenes, diálogos, juegos suicidas– también discursos. Por otro lado, creo que soy un deudor del cine y sus formas de la puesta en escena. Cuando escribo suelo partir de imágenes configuradas ya en mi cabeza, algunas de las cuales, seguramente, proviene de diversas películas.

– En tu opinión, ¿por qué el cuento no seduce a las editoriales y al mercado editorial? Un género tan importante, el de Borges, Alice Munro, Chojov…

– A las editoriales no les interesa porque el género no vende. No hay otra explicación. El mercado es así de cruel y simplista, como el raiting televisivo o las encuestas de popularidad que tanto fascinan a los políticos. La pregunta, quizás, debería indagar en las razones que llevan a los lectores contemporáneos a prescindir de los cuentos y decantarse, por ejemplo, por la novela. Me aventuro a decir que el cuento parecería un ejercicio más literario –una sofisticación de las formas expresivas del arte de narrar­– y por eso más alejado del relato novelado, que puede parecer una forma más real de acercarse, aunque suene redundante, a la realidad. Ese lector prefiere dejarse estar en la novela, jugado a que ésta es una réplica de la vida.

– ¿Es fundamental la intuición en el cuento? ¿Del lector? ¿Del autor? ¿Cómo esa intuición se complementa con el misterio? Borges dijo sobre El Zahir, que lo que hace el cuento, por ejemplo, es volver inolvidable a algo común como una moneda .

– La intuición es el motor inicial de la creación, es como un impulso frenético, animal que nos lleva a imaginar, a recrear esa silueta que todavía no se vuelve cuerpo. Es un primer enigma que el escritor persigue como un detective o como un perro. Luego aparecen las formas del habla, de la lengua literaria y, por eso, la razón que diseña el texto. Quizás en ese estado sensorial, pre intelectual, el escritor y su lector inexistente se juntan, el resto es ya aventura amorosa.

Juan Pablo Castro Rodas

– La literatura según Javier Cercas plantea preguntas. Tú dices que también certezas. ¿Cuáles son esas certezas?

– Si algo le compete a la literatura es indagar en la realidad, como el estudiante que abre con un bisturí el cuerpo de un cadáver. De esa operación solo pueden resultar las dudas, las preguntas. A mi me interesa jugar con las formas de la realidad que se superponen. ¿Qué es realmente lo real, aquello que vemos, o lo que imaginamos que vemos? En La noche japonesa y en Los años perdidos escribo buscando diseñar lo que yo llamo el realismo conjetural. También en la novela que se publicará en 2016, La curiosa muerte de María del Río, planteo el signo de lo conjetural. Lo que uno mira es solamente el deseo de lo que se quiere descubrir, como los personajes de Onetti que escuchan al otro lado de la pared. Sin embargo, creo que la literatura también construye un conjunto de certezas, aquellas que deviene de la propia material de la palabra y la sintaxis expresiva. Las frases, los párrafos y el conjunto del texto constituye en sí mismo una certeza concreta que se va formando ante los ojos del lector. La forma es materia sólida aunque paradójicamente esta materialidad forme pompas de jabón.

– De donde nace el tema del suicido de los niños. Hay un homenaje a Pablo Palacio. También yo te decía que quizá aludes a la desatención y soledad en la que viven los niños en las sociedades de nuestra época. ¿Cómo lo ves?

– Este proyectó surgió como una imagen, y de ahí solo tuve que ingresar en la senda que esa imagen creaba. Los niños y niñas que, desde la soledad y la lucidez, deciden acabar con su vida –pero también los que no lo hacen– son, sobre todo, personajes literarios, es decir, signos de una ficción que tiene su razón de ser en sí mismos. Me interesa el drama en tanto escenario para la reflexión sobre la condición humana, pero no como una forma de denuncia social o de diagnóstico antropológico.

– Hasta cierto punto, en los cuentos se siente que te matas a ti mismo. Es decir, que con el suicidio de los niños aludes a tu propia niñez y tu propia memoria del suicidio.

– No tanto. Mi muerte, o la muerte del niño que habita en la difusa memoria de mí mismo, todavía no ha sido explotada en términos del ejercicio literario. Y, sin embargo, quizás hay algo de eso. De todas formas el escritor –no el que se dice profesional y escribe sobre temas que no pongan en tensión su propia humanidad– solo puede hablar de sí mismo, es decir, de aquello que está bullendo en su interioridad, de tal suerte que cada experiencia, que cada aventura, no es sino una forma de regresar a sí mismo, de vaciarse hasta terminar como un esqueleto. El resto es ya materia del polvo, como diría el poeta Carrera Andrade. (I)

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Por Miguel Molina Díaz

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