«Querétaro»

Por Eduardo Varas

El mérito es de Gael García Bernal. Punto. Debe ser, ¿no? Porque si uno revisa el video que acompañó a la candidatura de la palabra “Querétaro”, en ese concurso organizado por el Instituto Cervantes para encontrar la palabra más hermosa del castellano, quedará jugando malabares entre sensaciones como la dulzura y la tontería: “… escrita es preciosa. Es larga y tiene esta mezcla entre de la ‘q’, la ‘u’ y la ‘e’. La ‘u’ que es silenciosa, pero que es necesaria en su espacio, ¿no? Si no querer no sería querer”. Así, con una sesuda justificación, Querétaro obtuvo 5849 votos de los 33 mil que se recibieron y se llevó el listón. “Gracias”, “Sueño”, “Libertad” y hasta “Jesús” quedaron de refilón (probablemente con una evidente tristeza en el rostro de quienes las propusieron, como Juan Luis Guerra, Raphael y Mario Vargas Llosa, entre otros).

Pero lejos de cualquier precisión (hasta Shakira entró en la contienda y propuso “meliflua”) y de alguna broma o elucubración que se pudo haber hecho alrededor de la palabra ganadora (¿quedan dudas de que si García Bernal proponía “ponzoña”, ésta no ganaba?), lo que resulta es importante. “Querétaro” es una palabra muy distinta a “Jesús” o “Libertad” y que el idioma se enfrente al sonido (y a otros criterios) antes que al sentido o al diccionario se vuelve señal indiscutible de su naturaleza vital. La palabra no es un cúmulo de significados, sino la eterna posibilidad del sentido, la arbitrariedad y lo hermoso y riesgoso que eso nos puede traer.

Hablar es gratis, el idioma no tiene un costo por usarlo, pero su existencia es pura praxis. Destruirlo y malograrlo es un camino importante para que tenga la flexibilidad que haga de la comunicación un acto de seres vivos… Pero nos cuesta verlo así.
La palabra es poder y sentencia. Es determinación y es prisión. Elías Canetti escribió en su gran novela “Auto de fe” que “En cuanto se llaman a las cosas por su verdadero nombre, pierden su peligroso hechizo”, pero nos está pasando lo contrario. Somos esclavos de sentidos que pervierten la opción vital de un idioma tan impresionante como el castellano, de tantos caminos y cadencias. Hoy eso quizás sea cierto porque, tomando como serio el criterio de Martin L. Gore (la cabeza creadora detrás de Depeche Mode), “las palabras son innecesarias, ellas solo pueden herir”. Términos como “corrupción”, “pelucón”, “neoliberal”, “prensa”, “comunista”, “izquierda” “ultraderecha”, “fe”, “patria”, “inseguridad”, “cadena”, “justicia”, “majestad”, entre otros, no han dado libertad de ningún tipo en Ecuador. Son yunques, ideas fijas e inamovibles, que destruyen. Palabras con sentidos congelados en el tiempo y que nos condenan a la nada, nos convierten en un tiburón que deja de moverse en mar abierto.

El idioma no es un espacio de conflicto, sino de transformación y lo que ha hecho el Instituto Cervantes (más allá del resultado y la fanfarria que lo circunda) es muestra clara de eso. Sin embargo, cuando el castellano se convierte en grito de guerra de posturas que solo quieren acabarse, lo estamos condenando a la frialdad de un mausoleo de sentidos y negamos sus otros caminos. Las palabras no denotan únicamente, también connotan y ahí hay un acto firme de rebeldía. Usar la imaginación para hacer del idioma no el espacio de disputas (o de ideas de corrección política abismal) sino el auditorio del intercambio, de lo trascendente, de lo humano es lo único que nos queda… Lo demás ya se ha hecho y no ha resultado.
Por cierto, “Querétaro” es una palabra que suena bien feo…

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