Apuntes sobre una obra de narración oral

Por Aníbal Páez Q.
Guayaquil, Ecuador

La palabra sigue siendo fundamental para la cultura. Queriendo encontrar el sentido de lo esencial, regresamos a ella en forma de cuento, de fábula, de parábola que encierra, en su centro, toda la información que a lo largo de siglos ha conformado lo que llamamos tradición, que no es otra cosa que aquello que los que estuvieron antes de nosotros adquirieron y nos heredaron como un saber que no le pertenece a nadie, es decir, que nos pertenece a todos.

En esta escueta y muy eventual columna de opinión, dirigida a registrar lo que se viene haciendo en el campo teatral de la ciudad, se cuela un espectáculo de narración oral que nos traslada, tal vez, al principio mismo del arte del actor, aquel hombre de la caverna que con su gesto y voz, generaba las situaciones más asombrosas para conquistar a la audiencia.

«De sirenas, músicos y otros seres alados», nos muestra a la mayor -por no decir única- representante de la narración oral escénica de Guayaquil; Angelita Arboleda, organizadora de uno de los festivales de oralidad más importantes del continente, se muestra más madura artísticamente en el rol que hace mucho tiempo venía relegando por la producción; el de cuentera.

Basada en su mayoría en extractos de la novela «Un hombre que se parecía a Orestes»  del autor español Alvaro Conqueira, la narradora nos hace transitar por un mundo rural, casi campesino, un ambiente sosegado donde la fantasía nos es posible por la sencillez del relato. Una espacie de Decamerón grácil, donde cada fábula podría ser  parábola de lo esencial, de lo verdaderamente importante.

Hurgando para buscar signos, nos encontramos, como siempre en estos cuentos, con filosofías de vida, con cosmovisiones que proyectan una serie de valores transmisibles a cualquier generación.

Bien decía García Márquez que no todo cuento es un cuento chino, siendo que una de las funciones del relato, es crear las analogías que nos permitan revisar nuestra propia construcción de prioridades; en otras palabras, mirarnos en el espejo del cuento, para ver donde está la mayor ficción.

Como decía el maestro Enrique Buenaventura, «la palabra escrita tiene apenas significado, pero no tiene sentido hasta que no es dicha», sólo la entonación, el ritmo, la cadencia, la mirada, el gesto, proveen a la palabra de esa potencia comunicadora que dispara exponencialmente sus posibilidades de sentido.

Y ese es el trabajito del narrador, trasladarnos a los espectadores a esa taberna, a esa vereda, a esa biblioteca, a esa ensenada, en fin, a ese universo que con su palabra y su gesto crea. Angelita lo logra parcialmente, es decir, su entonación es pulcra, el gesto medido, la energía dosificada pero hay cuentos que domina más, cuentos que domina menos; es cuestión de seguir contando. No hay fórmula que haga que el cuento fluya sino seguirlo haciendo. Después de cada función, estoy seguro, anotará dónde el ritmo cayó, dónde la frase se alargó, dónde la pausa fue eterna y dónde escaseó. Y una sugerencia, préndale la luz al auditorio; es más difícil contarle a la oscuridad.

Salimos contentos del teatro. La palabra adquiere un sentido distinto cuando genera un mundo otro. No es la palabra gastada, la frase armada de una misa de domingo muchas veces vacía. Es, como el creador de las cosas del cuento, aquel Dios plural y pintoresco, la fuente que suscita imaginarnos comunes, humanos, hermanos. Y sobre todo, la que nos invita cordialmente, con su cuentera, a celebrar lo que queda de febrero haciendo el amor.

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