Carlos Fuentes y yo

Por Carlos Jijón
Guayaquil, Ecuador

Empiezo advirtiendo que nunca en mi vida, ni de lejos, he visto a Carlos Fuentes. Una vez me crucé con García Márquez: yo, en medio de una tropelía de reporteros en  una cumbre de presidentes, mientras él bajaba una escalera en el Cartagena Hilton después de entrevistar a Fidel Castro. En otra ocasión, enviado por la revista Vistazo, gocé del privilegio de entrevistar durante media hora a Mario Vargas Llosa en su casa de Barranco, en Lima. Pero en realidad jamás tuve la fortuna de coincidir con Carlos Fuentes en ningún lugar.

Una vez, sin embargo, hará ya más de veinte años, compré un libro que se titulaba “Valiente Mundo Nuevo”, que se había publicado con ocasión de los 500 años del descubrimiento de América y que contenía una recopilación de las clases de literatura latinoamericana que Carlos Fuentes impartía en la Universidad de Harvard. Y decidí que aunque que la vida no me lo había permitido, de todas maneras yo iba a estudiar literatura con el maestro Carlos Fuentes en los ratos libres que me dejaba la reportería y mi vida de recién casado.

Fue así como, entre viajes y ocupaciones de padre primerizo, empecé a leer a Giambatista Vico, cuya “Ciencia Nueva” era fundamental, según el autor de «La muerte de Artemio Cruz», casi tanto como la lectura de “Utopía” de Tomás Moro, y el “Elogio de la Locura”, de Erasmo de Rotterdam, para entender el entorno en el que se había escrito lo que él consideraba como la primera novela americana: la “Historia de la Conquista de la Nueva España”, narrada por Bernal Díaz del Castillo, un soldado de Hernán Cortez, que ya viejo escribe unas memorias de la conquista de México, tan teñidas de realismo mágico que narra cómo la imagen de la Virgen María apareció en los cielos durante  uno de los últimos combates con las aztecas, con la misma naturalidad con que siglos después, en Cien Años de Soledad, García Márquez relatara como Remedios la Bella ascendió las cielos en cuerpo y alma mientras tendía unas sábanas en el patio de una casa en Macondo.

Y así  fui recorriendo las páginas de Rómulo Gallegos, de Lezama Lima, de Juan Rulfo. Y de Mariano Azuela, Julio Cortázar, o Jorge Luis Borges. Y Marcel Proust, Friedrich Nietzch, o Eurípides. Porque por ejemplo, para leer Paradiso, la obra cumbre de Lezama, antes tuve que estudiar los siete tomos de “En busca del tiempo perdido” de Marcel Proust”, además de “El origen de la tragedia” de Nietzch, según prescribían las lecciones que yo había elegido.

No me fue fácil estudiar a Fuentes durante esos diez años que dediqué a seguir un curso que los estudiantes de Harvard seguramente hacían en un par de semetres. Y menos como yo lo hacía, a saltos y brincos, en algún avión o mientras esperaba que me atiendan para alguna entrevista, o lo que era más usual en las horas robadas a la madrugada. Porque no era fácil seguir un discurso de tan grande erudición. Pero puedo decir que, sin que él siquiera lo imagine, sus clases me ayudaron a entender mejor esa realidad que reportaba día a día. Y que de alguna manera, sin haberlo visto nunca, llegué con el correr de los años a sentirme tan ligado a él, al punto que el día de sus funerales, cuando vi a su mujer, Silvia Lemus (para mi una antigua conocida), en una de las fotografías que me llegaban a través de la agencia EFE, me sentí sinceramente conmovido de no estar ahí. De no darle el pésame personalmente a esas personas que sin me conozcan yo conocía tanto. Y no poder agradecerle por todo el bien que hizo a mi vida con las clases que recibí del Maestro.

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