Ni tanto, ni tan poco: el caso de Paraguay

Por Mauricio Maldonado
Buenos Aires, Argentina

Se ha escrito mucho sobre el reciente problema ocurrido en Paraguay, así que lo que pretendo hacer no son sino algunas puntualizaciones que creo convenientes. A ese efecto, debo comenzar señalando que lo acaecido en ese país no es algo que se pueda ver en clave de todo o nada, de blanco o negro. Ciertamente este es uno de esos casos que admiten grises y que deben ser analizados bajo ese enfoque. En orden lo que antecede, hablaré fundamentalmente de tres aspectos: i) El gobierno de Lugo y el clima político paraguayo; ii) La situación de la destitución de Lugo; y, iii) Las reacciones a posteriori de la destitución.

i) El gobierno de Lugo y el clima político paraguayo

Fernando Lugo fue un verdadero suceso ya que su ascenso al poder significó el fin de la hegemonía del Partido Colorado, que había gobernado Paraguay tradicionalmente y durante algo más de sesenta años. La postura izquierdista de Lugo era bien conocida y su apoyo popular fue realmente fuerte, tanto que ni los escándalos sobre su paternidad lograron diezmar decisivamente esa popularidad. Sin embargo, cuatro años después no había logrado cristalizar sus promesas y su endeble liderazgo se notó en la pérdida de apoyo, incluso de sus colaboradores liberales que, de a poco, fueron acompañando a las posturas coloradas hasta culminar con una inmensa mayoría en el Parlamento, la que, llegado el momento oportuno, hizo uso de un mecanismo previsto en la Constitución, esto es el juicio político.

La tradicional postura de mediador del ex Presidente Lugo se convirtió en un arma de doble filo. Había tratado de agradar a Dios y al diablo y eso, básicamente, no se puede. Los hilos del poder de una realidad política tan compleja como la paraguaya requerían de un liderazgo convencido. Y no digo que no fuese necesario abrirse al diálogo y a la búsqueda de consensos, pero los contrastes inconciliables de su mandato le terminaron pasando factura. En síntesis, las opiniones mayoritarias eran que el ex presidente Lugo no había podido cambiar las cosas ni realizar su programa de trabajo, que pasaba fundamentalmente por una reforma agraria que jamás ocurrió.

ii) La situación de la destitución de Lugo

El pasado 16 de junio, durante un desalojo de 30 campesinos que habían irrumpido en la hacienda Morumbí, propiedad de la familia Riquelme, murieron 16 personas entre agentes y campesinos. Lo que implicó, posteriormente, la destitución de Lugo, por la causal constitucional de «mal desempeño de funciones» contemplada en el artículo 225 de la Constitución del Paraguay, que trata sobre el juicio político.

Hace pocos días mantuve en Twitter una cordial conversación con el abogado Joffre Campaña, quien sostenía que el proceso de destitución de Lugo había sido constitucional y que se habían cumplido los requisitos necesarios, tomando en cuenta, siempre según él, que la estimación de mal desempeño de funciones era fundamentalmente política y no jurídica. Y que, en ese orden, no había existido una violación al debido proceso. Yo había estimado la posición contraria, la que expuse en ese momento y que ahora refuerzo.

Hay que distinguir dos aspectos, el primero que se refiere al mecanismo de destitución y el segundo que se refiere a la forma de la destitución. Respecto al mecanismo, estimo que, en efecto, el juicio político es idóneo para la destitución del Presidente, en los casos en que se cumplan las causales que prevé la propia Constitución, las que corresponden valorar al Congreso. Ahora, como yo lo veo, el problema pasa por la forma de su ejecución, es decir, por la violación al debido proceso acaecida en el juicio político. Digo esto porque estimo, como lo hace la mayoría de la doctrina constitucional, que el debido proceso es una garantía transversal. Así lo ha corroborado la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH) en el caso «Tribunal Constitucional contra Perú», donde la Corte IDH había entendido que las reglas del artículo 8.2 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos rigen en general en el ámbito civil, laboral, fiscal o de cualquier otro carácter, donde se determinen derechos y obligaciones y, también, en el caso del juicio político (lo propio puede leerse en una análisis que hace del caso el profesor Néstor Sagües, en su trabajo: «División de poderes y revisión judicial de las sentencias destitutorias en el «Juicio Político»»).

En ese marco resulta obvio que la determinación de «mal desempeño de funciones» como causal de destitución no puede ser simplemente estimativa, sino que correspondía ser probada en un proceso en el que se permita la defensa del procesado, así como proporcionar un tiempo adecuado para ella, la presentación de pruebas y demás «garantías mínimas» a que se refiere la Corte IDH en el caso citado. De todos modos, el Presidente tiene ciertas funciones constitucionalmente asignadas y jamás existió una determinación objetiva de cómo el caso del desalojo le sería imputable al Presidente y si, en ese supuesto, había que entenderse un «mal desempeño de funciones». Podría ser que sí, pero eso no fue parte de una determinación por parte del Congreso, sino de una simple estimación, sin más fundamento que la competencia del Congreso para valorar el supuesto mal desempeño. Pensar lo contrario sería entender que el juicio político es un mecanismo no sujeto a estas mínimas garantías y, por ende, discrecional y arbitrario; de ahí que la Corte IDH haya sostenido justamente lo contrario. Hay que recordar, fundamentalmente, que vivimos en sistemas de corte presidencialista, ni somos parlamentarismos ni semi-presidencialismos para que se puede perder el poder del ejecutivo por la sola pérdida de la mayoría parlamentaria. Las causales están para ser probadas y el debido proceso para ser acatado, tomando en cuenta, más aún, que la postura de la Corte IDH resulta vinculante para nuestros países en virtud del «control de convencionalidad».

iii) Las reacciones posteriores a la destitución 

La destitución ha provocado diversas reacciones, normalmente de rechazo. Lo que ha sorprendido, eso sí, es la contradicción de algunos gobiernos que han condenado la destitución, pero que no guardan iguales criterios para situaciones análogas. Particularmente, el Presidente Rafael Correa ha sido acérrimo defensor de que Cuba asista a las cumbres de la OEA, que está vedada de hacerlo justamente porque su sistema carece de los mínimos democráticos que exige la organización; y, sin embargo, en un supuesto analogado solicita excluir a Paraguay de la UNASUR.

Más contradictorio aún resulta que la propia Cuba critique el proceso, cuando la isla ha estado gobernada por una familia por más de cincuenta años. Es decir, una total falta de coherencia y de sensatez. Es inaceptable que Cuba resulte juzgador de un proceso que, aunque aplicado defectuosamente, es parte de un mecanismo constitucional de la República del Paraguay. Más todavía si Cuba no es, ni de lejos, un ejemplo de respeto a libertades y procesos.

La condena al proceso paraguayo debe llevar estas determinaciones objetivas que he tratado de explicar y no sólo las antojadizas calificaciones viscerales de gobernantes amigos, que apoyan más por empatía ideológica que por consecuencia con los ideales democráticos que supuestamente nos representan y que debemos buscar y defender.

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