¡Larga vida al rábano!

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Una de las características de las nuevas generaciones es su amor por los animales. Sentimiento tan loable como curioso, porque no los conocen. El crecimiento vertical de las ciudades, la sustitución de los jardines caseros por parques públicos, la desconexión cada vez más acentuada de la vida rural -la que apenas han cruzado en algún paseo familiar o en su versión digital a través de «Google Earth»-, impide a los jóvenes convivir con los animales, y los lleva a compensar la culpa urbana con excesivas manifestaciones hacia estos maravillosos seres de la Creación, que jamás han tenido el privilegio de criar. Imagino el llanto de muchos por George, la solitaria tortuga de las Galápagos, la indignación de otros porque los japoneses comen sopa de aleta de tiburón, la formación de cruzadas para impedir las corridas de toros o mingas para devolverle un hogar a los perros callejeros. ¡Conmovedor!

Pero en el campo están los que ayudan a parir vacas, los que crían potrillos, los que apacientan toros de lidia, los que madrugan con el canto del gallo, se apagan con el sapo de la noche, se alertan con el perro guardián. Gente que sabe, tan solo por el tono de un relincho, el repique de una herradura, la forma de pisar, que el animal tiene cólico, hambre, miedo o simplemente alegría. Sabe cuando el perro ladra porque siente, y también cuando presiente. Sabe cuando lloverá por el vuelo rasante de las golondrinas; y cuando el graznido anuncia extraños en lugar de un huevo. Esta gente, la que de verdad se dedica a los animales, no los cría para mascotas, de esas que se domestican para hacerle monadas a su dueño cuando regresa del cine, o las que terminan sometidas al domador de circo, ni menos las que pasan a sustituir en el afecto a los hijos que las parejas demasiado ocupadas en su bienestar no se deciden a tener.

Si la protección a los animales habría de aplicarse en toda su consecuencia, quedarían librados a la suerte del ciclo natural, que supone peces grandes devorándose a los pequeños, predadores felinos aterrorizando a chiquilines impotentes y a sus madres cebra hasta dar el zarpazo fatal a su comida del día, que resuella hasta que empieza el banquete colectivo y residual a cargo de gallinazos y otras aves de rapiña, que se encargan de acortar la agonía de los menos afortunados en la cadena alimenticia y dan cuenta de suculentos manjares a punto de descomposición. Y los demás, pues agonizando al fin del ciclo vital, células resecas, inservibles para un jugoso plato a la parrilla; de ahí la tentación por el vegetarianismo. Hasta que alguien invente la teoría de que los rábanos son hijos de la Naturaleza y, a imagen y semejanza de esta deidad, han de gozar de derechos. ¡Larga vida al rábano!

Y a la vez que se exhibe tanta devoción verde y salvaje, hay indiferencia -cuando no abierto apoyo como signo de modernidad- frente al avance de leyes que facilitan la interrupción de la vida de seres humanos que todavía no abandonan el vientre materno. Es un mundo al revés, inseguro y violento, porque campea el relativismo, porque tenemos las prioridades invertidas, y el orden, en esta materia, sí incide en el resultado.

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