Camus y el sentido de la vida

Mauricio Maldonado Muñoz
Buenos Aires, Argentina

«En medio de los gritos que redoblaban su fuerza y su duración, que repercutían hasta el pie de la terraza, a medida que los ramilletes multicolores se elevaban al cielo, el doctor Rieux decidió redactar la narración que aquí termina, por no ser de los que se callan, para testimoniar en favor de los apestados, para dejar por lo menos un recuerdo de la injusticia y de la violencia que les había sido hecha y para decir simplemente algo que se aprende en medio de las plagas: que hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio».

Albert Camus, «La Peste».

Hay, para Camus, un absurdo en la existencia; y, sin embargo, hay algo que la redime, que le da sentido. Camus describe esto en «El mito de Sísifo», donde el personaje representa precisamente ese absurdo que se muestra en su esfuerzo incansable, perenne, subiendo una roca desde lo más bajo de una pendiente hasta la parte superior donde, una vez ahí, volvía indefectiblemente a caer. Debiendo, Sísifo, repetir siempre el mismo proceso cada vez, se diría sin esperanza.

Pero había, después de todo, la posibilidad de pensar en un Sísifo heroico. Un Sísifo consciente de su destino aparentemente sin razón pero, a la vez, imbuido de un subterfugio que es justamente esa conciencia de la propia vida, de los recuerdos y de esa lucha diaria que resulta un fin en sí mismo, ya no sólo un medio. Ese es el sentido y no la roca en la cima, el camino es lo importante, lo eterno. Porque si la vida se trata de volver a levantar la roca desde abajo de la pendiente, y si esa roca vuelve a caer, y si ese proceso no dejará jamás de ser así, entonces hay un Sísifo conocedor de esas limitaciones, pero tan apropiado de esa roca que es su mundo que, a la final, hay algo que debe tener sentido.

Decía uno de los personajes de Federico Fellini en «La Strada», que hay que imaginarse que si una roca no tiene sentido, si ella sola no sirve en el mundo, si ella es inútil, entonces todo lo es, incluso las estrellas. Si, entonces, hay algo de sentido en todo, se puede concluir, como hace Camus en su ensayo: «El esfuerzo mismo para llegar a las cimas basta para llenar un corazón de hombre. Hay que imaginarse a Sísifo dichoso».

Yo conocí a Camus leyendo «El Extranjero», donde la desidia del personaje representa, quizás, la más pura concepción existencialista. Sin embargo, bien se puede decir que hay un Camus posterior, tal vez uno más maduro en «La Peste» o, al menos, uno más sabedor del mundo y de la naturaleza humana. Decía él: «Acaso era más duro pensar en un hombre culpable que en un hombre muerto». Es decir que no hay ser humano de quien no pueda creerse con alguna clase de deber, consigo y con el mundo. Si un hombre culpable es más difícil de afrontar que un hombre muerto, entonces hay más dolor en la decepción que en la pérdida.

El doctor Rieux había vivido y había sobrevivido a la peste y, sin embargo, había perdido a sus amigos y a su amada. Todos, «muertos o culpables, estaban olvidados». Pero él no había olvidado que son las plagas las que revelan a los espíritus, «aunque los hombres fueran siempre los mismos». Por eso, en las plagas, en las pestes, siempre debe existir alguien que, como Rieux, no se calle, porque alguien debe testimoniar por aquellos a quienes han caído las plagas y esto siempre tendrá sentido, porque aunque Sísifo o el doctor Rieux no hicieran sino cumplir con una tarea, ella era importante porque la piedra volvería a caer o porque pudiera ser que las plagas vuelvan y nos sorprendan en medio de las alegrías y los festejos. Porque el deber se revela en sí mismo, en esa lucha, no en las celebraciones de la ciudad sin la peste, sino en la conciencia de que ella «espera pacientemente en las alcobas, en las bodegas, en las maletas, los pañuelos y los papeles, y que puede llegar un día en que la peste, para desgracia y enseñanza de los hombres, despierte a las ratas y las mande a morir en una ciudad dichosa».

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