Ídolo de barro y nostalgia

Por Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

La historia de Lance Armstrong, ganador entre 1999 y 2005 de siete Tour de France y sobreviviente de un cáncer testicular que lo afectó a fines de los noventas, tomó una deriva triste y probablemente fatal para la imagen de un ídolo deportivo. El texano decidió no apelar la sanción de la Agencia Antidopaje de Estados Unidos, cerrando un proceso de investigación que implicó, finalmente, la suspensión de por vida de Armstrong (algo que no tiene efecto práctico tras su retiro de la práctica competitiva el año pasado) y la pérdida de los siete títulos de la Grande Boucle, amén de la ignominia que plantea la sensación de farsa en el ciclismo actual -donde el dopaje es un problema insoluble- y la caída en picada de la imagen épica de un luchador como Armstrong.

Creo que para analizar esta historia sería muy limitado apuntar con el dedo acusador y rasgarse las vestiduras tras un nuevo caso de dopaje en el ciclismo. Este es el colofón de un secreto a voces, que solo el debido proceso no dejó expuesto de manera más contundente luego de la acumulación de evidencias y delaciones que configuraron un proceso sistemático de dopaje del múltiple campeón, que involucró a varios de sus colaboradores y coequiperos. Armstrong hizo muy mal. Ganar a través del dopaje es hacer trampa. Hacerlo a escondidas y montar una parafernalia que implicó organizar equipos para blindar al norteamericano en aras de sus logros, convirtiéndolo en una leyenda deportiva viviente, es llevar la mentira a límites que rayan en lo dantesco y estruendoso.

Pero hay que hacer un descargo: el hombre sobrevivió un cáncer del que tenía menos probabilidades de salir vivo que muerto. Decidió volver a correr al año siguiente de que lo dieran de alta, tras un episodio cuyo traumatismo le cambia la vida a la mayoría de personas, y más a un hombre, pues le extrajeron los testículos para impedir que el cáncer se expanda. Durante sus triunfos ideó una fundación de ayuda a la lucha contra el cáncer a través de un sistema de aportes sui géneris, con la venta de un brazalete amarillo (del color del mallot del líder del Tour) con la palabra “Livestrong” o “vivir con entereza”. El brazalete se convirtió en un símbolo de estilo de vida más sano y digno, amén de una excelente forma de acumular aportes en la investigación contra el cáncer.

Hace siete años escribí un artículo acerca de lo que significó para mí el triunfo de Armstrong en su séptimo Tour de France. Dos meses antes de julio de 2005, mi amiga Wiebcke Krauss había muerto de cáncer. Sentí que Armstrong había logrado un triunfo en nombre de Wiebcke y muchos pacientes de la enfermedad. Mi amiga había tenido un dolor común con el ciclista. Años antes se le había detectado un tumor en el seno y tuvieron que extirparle los dos, afectando no solo un rasgo distintivo de su feminidad, sino la posibilidad de ser madre. Si quería vivir no podía ser mamá y, si quería serlo, se exponía al recrudecimiento del mal. Eligió lo segundo y tuvo un hijo rubio y hermoso como un sol. Pero lo pudo disfrutar menos de dos años, cuando la advertencia se tradujo en una metástasis irrefrenable.

¿Por qué mi amiga decidió seguir con la idea de la maternidad a pesar del riesgo mortal? ¿Fue responsable poner en juego su vida por ese deseo vital? ¿Un suceso como un cáncer de características mortales y del que se cuenta la sobrevivencia una vez, puede cambiar la noción de la ética y la vida? ¿Es el sentido de lo épico algo que trasciende la propia vida y replantea lo que uno se puede permitir para hacerlo? Fueron preguntas que me hice frente al caso de Wiebcke. Son preguntas que me repito ante lo de Armstrong.

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