El patrón y el vasallo

Por Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Las condiciones naturales del Ecuador son envidiables: salvo el desierto, exhibe todo un abanico de regiones, sin climas extremos; abunda el agua, el sol, recursos naturales y variadas fuentes inmateriales de riqueza -junto a las que seguimos muriendo de sed-. Su posición meridional permite a la mayoría de industrias producir a lo largo del año, y las amenazas de la naturaleza, como El Niño o algún remezón volcánico -tan moderadas frente a los desastres que azotan otros países con periodicidad mística- podrían mitigarse con un mínimo de planificación y tecnología. País de belleza incomparable, que solo el mal gusto de su gente ha conseguido perjudicar -con las excepciones de rigor, como los centros históricos y otras edificaciones de época colonial, o aisladas iniciativas urbanísticas-. La estética no es un valor nacional.

A pesar de tan privilegiado contexto -¿o quizás precisamente por eso?-, el Ecuador tiene un desempeño muy por debajo de su potencial. No creo que la explicación se halle en el acierto profético de Santa Mariana de Jesús, pues los gobiernos no son otra cosa que el reflejo del elector promedio, de la cultura predominante, de esos elementos que configuran la idiosincrasia; son un resultado más que una causa. Una colectividad que elige autoridades para que le resuelva sus problemas no parecería interesada en resolverlos por sí misma, ni en reivindicar la decisión sobre su propio destino, que con una necedad a toda prueba insiste en delegarla a los gobiernos. Un pueblo que no se emancipa y busca tutores públicos genera autoritarismos y lastra emprendimientos.

¿Y cuáles son esos rasgos culturales que impiden al país ser más libre y próspero? ¿El ecuatoriano quiere parecerse a sí mismo, ha llegado a descubrir los rasgos comunes a su identidad -si tal cosa realmente existe-, aceptándose sin complejos frente al espejo nacional, ese cristal de reflejos confusos enmarcado por mitos, decorado con leyendas e historias que se adaptan al capricho del poder de turno, tragicomedias, hipérboles de gloria y miseria, presuntos héroes y villanos cuyas biografías se reeditan según las sucesivas y contradictorias verdades oficiales?

Porque uno de los problemas con que tropieza esta incansable búsqueda de identidad común es la maleabilidad de las referencias históricas, la ductilidad de los valores, la facilidad con que los modelos de ayer pasan a ser los parias de hoy y viceversa, donde en cada refundación se invierte el norte por el sur mientras los ciudadanos dan vueltas en círculos, sin brújula. Sin embargo, algo sí permanece estable, una suerte de anomalía en el mapa genético de nuestra idiosincrasia, el tajo de la colonización en el ADN de nuestra evolución como pueblo, que hace que la gran mayoría resienta de su mestizaje, porque en el fondo, como anotaba Jorge Enrique Adoum en su obra «Ecuador: señas particulares», detrás de cada mestizo hay un encomendero y, añadiría yo, la ilusión frustrada de no poder serlo. Eso explica la cultura Estado-centrista, la inclinación a los permisos, las reverencias e hipocresías en el juego del patrón y el vasallo, la sumisión ante el intervencionismo público.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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