Entrañas infernales

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

La naturaleza humana necesita a veces de la cuantía para darle a la tragedia la dimensión conceptual de tal y tomar acciones en consecuencia, como ha sucedido con más de 230 víctimas fatales del incendio de una discoteca en Brasil, que ha suscitado el luto internacional. La semana pasada murieron cinco personas que trabajaban en Puerto Nuevo, Azuay, en una de esas 1 400 operaciones mineras en el Ecuador que se realizan al margen de la ley, cada una con decenas o centenares de mineros, sin observar las normas más básicas de seguridad y salud. Recordar la historia de los asentamientos ilegales es recorrer una historia de muerte, trabajo infantil, caras dinamitadas, miembros mutilados, ríos contaminados… Pero como mueren de cinco en cinco y por cuotas temporales y espaciales, es un drama frente al cual el país entero ha hecho la vista gorda por décadas, amén de autoridades que de tiempo en tiempo presionan demagógicamente por su «legalización».

Para mi gusto las discotecas son lo más cercano al infierno, especialmente por la dificultad en salir. A sus entrañas suele llegarse por túneles y pasadizos oscuros, estrechos, puertas medio ocultas y generalmente bloqueadas por «seguridad», luego de sortear algunos controladores que impiden entrar a los sospechosos de estar con el alma y la petaca limpias, tanto como dificultan la salida de los que no han saldado sus cuentas luego de rendir tributo a Indra, Baco y Venus. Por diseño estratégico y rutina funcional, no es posible una evacuación rápida ante una contingencia. El encanto de estos recintos está, precisamente, en desafiar las normas de seguridad y salud, donde la única señalización claramente visible conduce al bar, los intercambios de emisiones se dan a menos de un palmo y la música es tan ensordecedora y estridente que una alarma de incendio no se oiría o, peor aún, sería confundida con los sonidos de la música electrónica. Mucho peores aún, por la trampa mortal que suponen, son los túneles que se abren por cientos de metros con pico y pala hasta las entrañas de la tierra, superpuestos caprichosa y arbitrariamente, de modo que sus bocas semejan la fachada de un queso gruyere, sin ingeniería, diseño, estudio de suelos, ni técnica constructiva que ofrezca al minero artesanal la seguridad de salir vivo o sano. Esa maraña de cavidades, donde el techo de uno es, sin saberlo el que se adentra por encima, su piso, amenaza permanentemente con colapsar; y colapsa, de tiempo en tiempo, de cinco en cinco.

La izquierda radical se opone a rajatabla a la minería empresarial -única con capacidad gerencial, tecnológica y financiera para cumplir con la intricada y sobrecargada exigencia regulatoria, fiscal, ambiental y laboral-, pero admite la continuidad de asentamientos donde no hay ley, ni derechos humanos o de la naturaleza, sino mujeres, niños y hasta ancianos partiéndose la espalda y abundancia de dinamita y mercurio, que sin ningún tratamiento va a parar a los ríos. Y a todo ello se suma la creciente penetración de dinero sucio que se lava en las mismas bateas del oro, bajo fachadas de minería artesanal o de pequeña escala.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en HOY.

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