El mundo de ayer

Joaquín Hernández
Guayaquil, Ecuador

Para la generación que comenzó sus lecturas de juventud con las biografías de Stefan Zweig, pero sobre todo con sus memorias, El mundo de ayer, la Viena cosmopolita, capital del viejo y carcomido Imperio Austrohúngaro, era el lugar ideal de la universalidad burguesa y el sitio por excelencia para el desarrollo de una intelectualidad liberal en el más amplio sentido de la palabra. «Era placentero vivir allí, -anota soñadoramente Zweig,- «en aquella atmósfera de tolerancia espiritual. Cada ciudadano era educado, inconscientemente, en el sentido de lo supranacional, de lo cosmopolita, como ciudadano del mundo». Placer de vivir y desarrollo intelectual no eran opuestos como lo serían pocas décadas más tarde sino más bien complementarios.

Es significativo que el primer capítulo del libro de Zweig se titule, «El mundo de la seguridad» para dar cuenta del espíritu que primaba en la Viena imperial, consecuencia de la creencia de sus habitantes de que se encontraban «en el camino más recto e infalible del mejor de los mundos».

Esa seguridad, se perdió hasta el presente y sin que se pueda avizorar ninguna nueva «Belle époque», desde que se cruzaron las primeras declaraciones de guerra en el tórrido verano de 1914 y destruyeron para siempre ese mundo de ayer que puede resultar ahora demasiado ingenuo y quizá incluso encubridor de las tormentas que se preparaban pero que en el fondo todos, — excepto los adoradores del poder a ultranza y del dinero, -quisiéramos vivir como muestra de realización de la condición humana.

Por ello, Zweig podía asumir plenamente, como consigna de su generación, en el prefacio de su libro, la admonición de Shakespeare en «Cymbeline»: ¡Brindémonos a la época tal como nos ansía».

Varias décadas después, en los inicios del siglo XXI, un destacado historiador Tony Jundt vuelve, en los diálogos previos a su muerte, editados como Pensar el siglo XX a esa Viena Imperial de Zweig. No se trata de negarla, como seguramente pretenderían los desmitificadores de la historia, los fanáticos metidos a críticos, sino de situarla. Viena, Budapest, e incluso Cracovia y Czernowitz eran los «oasis del imperio». Los intelectuales que vivían en esas ciudades desconocían al mundo rural donde estaban asentadas esas ciudades y donde campeaban la intolerancia y los prejuicios.

A Judt no le interesa precisar los límites de los recuerdos de Zweig en nombre de alguna presunta objetividad histórica. Más bien de dar cuenta, como historiador, de las complejidades del mundo centroeuropeo anterior a la Gran Guerra para tratar de explicar lo sucedido con esa experiencia límite que se llamó el Holocausto y cuyo horror no permite generalizaciones fáciles. El viejo imperio y sobre todo su ciudad capital donde crecieron y maduraron Zweig, Roth, Freud, y en la otra gran ciudad alterna Praga, Kafka por citar solo unos nombres, tenían una profunda debilidad: su cosmopolitismo convivía y de cierto modo permitía entre las minorías poblacionales diferencias culturales, prejuicios y odios secretos.

* El texto de Joaquín Hernández ha sido publicado originalmente en el diario HOY, de Ecuador.

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