La campaña permanente de Rafael Correa

Mary Anastasia O’Grady
Nueva York, Estados Unidos

El presidente Barack Obama usa su alto cargo para llevar a cabo una campaña permanente contra sus oponentes, a menudo atribuyéndoles falsamente las motivaciones más viles. Ese también es, más o menos, el estilo de los demagogos latinoamericanos. La estrategia funciona mejor al sur de la frontera que en Estados Unidos.

La diferencia es que el ocupante de la Casa Blanca está restringido por los límites a su poder que le impone la Constitución estadounidense. Aunque una campaña permanente lo vuelve popular, las otras dos ramas del gobierno sirven de contrapeso y la oposición minoritaria retiene sus derechos.

La situación es distinta en Ecuador, donde el presidente Rafael Correa busca ser reelecto en los comicios del 17 de febrero. Correa está en campaña permanente y lo ha estado desde su primera victoria presidencial en noviembre de 2006. El mandatario ha pasado los últimos seis años demonizando a la oposición en lugar de buscar terreno en común como se espera que lo haga un líder. También ha aprovechado su campaña permanente para reformar la Constitución y eliminar las barreras a su poder absoluto.

Es probable que Correa sea reelecto con comodidad y sus partidarios argumentarán que lo hizo de forma democrática. De todos modos, abrir las urnas una vez cada cuatro años no es sinónimo de una sociedad libre y hoy ninguna persona seria confundiría a Ecuador con una república moderna y liberal.

La campaña permanente como una estrategia de gobierno no es nada nuevo. Catherine Conaghan, de Queen’s University en Ontario, y Carlos de la Torre, profesor de la izquierdista Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) en Quito, citan precedentes en un artículo publicado en julio de 2008 en el International Journal of Press/Politics.

Los docentes resaltaron que fue Patrick Caddell, el encuestador que trabajaba para Jimmy Carter, quien acuñó el término, que luego se convirtió prácticamente en sinónimo de las estrategias de comunicación de la presidencia de Bill Clinton. También fue usado para analizar la gestión de George W. Bush.

No obstante, observan los autores, cuando los líderes de países en desarrollo emplean una campaña permanente, el resultado con frecuencia es muy diferente al que se da en las «democracias maduras». En realidad, en algunos países andinos se ha producido lo que Conaghan y de la Torre llaman «presidencias plebiscitarias extremas». Se trata de una forma diplomática de referirse a la ley de la calle. Hugo Chávez y Evo Morales son dos ejemplos. Correa es un tercero.

La llegada de Correa a la presidencia en 2007 se produjo luego de tres mandatos entre 1997 y 2005 que no llegaron a completarse. Correa, que sucedió a un presidente interino y no tenía el respaldo de una mayoría en el Congreso, corría un alto riesgo de que su gobierno también fuera interrumpido.

Como parte de una estrategia más amplia de reconfigurar Ecuador a imagen y semejanza de la Venezuela de Chávez, Correa buscó una nueva Constitución. No obstante, la Constitución de 1998 estipulaba que sólo el poder legislativo tenía la autoridad de convocar a un referéndum para reformar el texto. Realizar un referéndum contra los deseos del Congreso era apenas su primer problema. También necesitaba ganar un «sí» y obtener el control de la Asamblea Constituyente.

Conaghan y de la Torre sostuvieron que la urgente necesidad de mantener al público firmemente alineado con el presidente y ganar dos victorias electorales sucesivas requerían de una campaña permanente. «El ‘centro de control’ de la campaña electoral de 2006 fue recreado en el palacio presidencial», agregaron.

Cuando el Congreso se resistió a efectuar un referéndum anticonstitucional, Correa apuntó a su respaldo popular y acusó a los legisladores de obstaculizar la voluntad del país. Hizo que 57 de los 100 miembros del Congreso unicameral fueran expulsados, mientras que sus seguidores salieron a las calles a intimidar con violencia a los opositores.

Otros aspectos de la campaña permanente de Correa son igual de preocupantes. Como subrayaron Conaghan y de la Torre en 2008, el presidente regularmente denuncia a sus opositores como criminales mientras que posiciona a sus seguidores como «gente común y corriente moralmente superior». De este modo, Correa habría desestimado e ignorado todos los intentos de contener las acciones del poder ejecutivo, provinieran de instituciones como el Congreso, o actores en el sistema de partidos o la sociedad civil, dicen los autores.

Cuando los líderes de opinión, muchos de los cuales habían sido partidarios de su candidatura, cuestionaron su acaparamiento de poder, Correa reaccionó con virulencia. En uno de sus arrebatos clásicos, acusó a un reconocido comentarista de ser un «un cerdo y un difamador profesional».

La campaña permanente funcionó. Correa consiguió su nueva Constitución, incluyendo un artículo que estipula que los votos en blanco en las elecciones presidenciales, en las que el voto es obligatorio, no son tenidos en cuenta para el total. Al marginar a este voto de protesta, la tarea de ganar 50% más uno la próxima semana y evitar una segunda vuelta es más fácil.

La lógica de la presidencia plebiscitaria es eludir cualquier tipo de pesos y contrapesos, observaron Conaghan y de la Torre, y Correa la busco «con el expreso propósito de quitarse de encima las posibles restricciones a su poder que las instituciones competentes podrían representar».

Con eso, las «elecciones» del 17 de febrero son una mera formalidad. La moraleja de la historia es que una campaña permanente acarrea peligros obvios, sin importar el país en el que se emplee.

* Mary Anastasia O’Grady es una periodista norteamericana. Su texto ha sido publicado originalmente en el diario The Wall Street Journal.

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