La barra de Juan

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Es un lugar a medio camino entre un café donde intercambiar secretos y un bar donde guardarlos, y a medio camino también entre la sobremesa tardía e inofensiva de una tasa humeante con bizcochos y el abreboca nocturno, ese momento detenido en el tiempo, inmune a las rutinas, donde nada es más importante que la visión contemplativa.

La barra no es solo un mostrador y dispensador de espirituosos; es la columna vertebral e identidad del boliche, su punto neurálgico, la síntesis de su propuesta. Porque toda barra propone algo, aún sin proponérselo. Algunas se organizan y decoran en torno a las botellas y suelen atraer a clientes que gustan abrazar una marca, un adminículo vistoso, un cóctel de afiche, un símbolo más que un momento; otras se planifican en torno a los clientes y sus necesidades de conjurar la soledad, degenerando hacia la medianoche en salas de alterne.

Pero las mejores, como la de Juan, se diseñan como una pasarela para el desfile de las ideas, para estimularlas y hacerlas fluir. Por eso en esta barra, la de Juan, son las conversaciones las que iluminan la penumbra del abovedado y, por alguna misteriosa e inexplicable energía, los comentarios sueltos de aquí y allá, las cuñas hilarantes e inconexas, los duelos dialécticos, los análisis de quienes se toman muy en serio a sí mismos, las genialidades de quienes no toman en serio a nadie y hasta la percusión de copas parecen sincronizados por un hilo sinfónico, entremezclados en un runrún melodioso, la prueba fonética de que el caos puede producir armonía.

En barras como esta solía discutir Hemingway con su editor el título de su próxima novela; y se juntaba la cuadrilla de Manolete para recordar la cornada fatal de Islero, que puso punto final a la poesía taurina que el diestro cordobés escribía con su muleta. En esta barra, la de mis líneas, se veía con frecuencia a ese compadrito, vestido con traje de época y como perdido en alguna, que presumía de conocer a todo el mundo y no dudaba en compartir una anécdota para demostrarlo. Así se va enterando medio mundo de la vida y milagros -casi siempre ficticios- de la otra mitad.

La barra es sin duda el lugar más eficiente para ordenar sin aspavientos, entretenerse con los prodigios circenses del barman y usurparle alguna confesión ajena; la desventaja es que casi todo ocurre a las espaldas, de modo que aquella pequeña mesa en una esquina de poca circulación, junto al ventanuco desvencijado que se abre hacia el patio interior de este recinto colonial, ofrece lo mejor de un palco exclusivo para presenciar ese espontáneo y fugaz teatro de la vida, sin hacer necesariamente parte de la comparsa. Basta una mirada para percatarse del guión que se trae cada personaje y el papel que espera interpretar. Lo mejor siempre resulta toparse con quien logra interpretarse a sí mismo con naturalidad.

Desde esa mesita esquinera, de momento tan imaginaria como el bar en que se encuentra, imagino que algún fulano de nombre Juan o cómo quiera llamarse se decide a abrir un boliche semejante donde bajarse por un momento del tren de vida para verlo pasar, sin apuro por llegar a ninguna parte.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

Más relacionadas