La sombra del padre

Juan Jacobo Velasco
Santiago de Chile, Chile

Era creer o reventar. En 2010, poco después del Mundial sudafricano, la radio Free Asia daba cuenta del ejemplar castigo que la selección norcoreana de fútbol -cuerpo técnico incluido- habría recibido tras su decepcionante presentación. A inicios de julio de ese año, la delegación habría sido sometida a una suerte de escarnio público, en el que los hinchas tenían total libertad para insultar a los participantes, culpables de haber decepcionado al «amado líder» de entonces, Kim Jong Il.

Los inculpados habrían cometido el delito de regresar a casa sin puntos, goleados por Portugal y Costa de Marfil, y derrotados con un digno 2-1 ante Brasil. Su director técnico, cabeza visible del «desastre», luego del castigo grupal, habría sido enviado a trabajos forzados en una construcción. Con excepción de su estrella -el recordado y lacrimoso, Jong Tae-se, apodado el Rooney coreano- y otro compañero, que en lugar de Pyongyang decoló en Tokio luego del Mundial, la delegación entera habría vivido un «original» fusilamiento oprobioso. Algo así como un institucionalizado decantamiento de la furia colectiva.

Más allá del necesario uso del tiempo verbal para relatar la historia y la innegable muestra de organización asiática de lo que en muchos países más futbolizados solo se piensa pero no se practica, resultaba difícil no generar un resquicio de credibilidad en la información. Hay varias razones relacionadas con la historia de ese ignoto país y la mitológica megalomanía de los «amados líderes», para pensar que la visceral reacción tiene asidero. El logro deportivo norcoreano más importante se remonta a 1966, cuando en el Mundial de Inglaterra, el David asiático clasificó a octavos de final, eliminando al Goliat europeo, Italia.

Desde entonces, el hito norcoreano quedó clavado en la memoria de la gente. Imagino como el padre de Jong Il, el divinizado Kim il Sung, debió utilizar la hazaña para reforzar el nacionalismo extremo. Y cómo debió marcar a todo el país, hijo incluido, como una suerte de fragmento épico que solo se conseguiría replicar en el mismo terreno mundialista. La oportunidad se daba en Sudáfrica. La heroica derrota ante Brasil parecía abrir una puerta al pasado. De hecho, los órganos oficiales norcoreanos estaban tan confiados de que podían hacer historia, que el partido ante Portugal se convirtió en la primera emisión televisiva en directo, modificando el ineludible esquema de retransmisión con media hora de retraso. Y entonces, la catástrofe. El ego golpeado y la reacción feroz, ejemplar. Triste y creíblemente ejemplar.

Lo que ocurre en la península coreana me retrotrajo a la anécdota futbolística y a la atávica sombra parental que se cierne sobre Kim Jong-Un. Ya no se trata de fútbol sino de la bomba nuclear y la necesidad filial por superar a sus predecesores. El problema es que la búsqueda de reconocimiento puede provocar feroces reacciones de catastróficas y globales consecuencias.

* El texto de Juan Jacobo Velasco ha sido escrito originalmente para el diario HOY.

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