El pobre hombre

Francisco Febres Cordero
Quito, Ecuador

El excelentísimo señor presidente de la República, quien se declaró, en su momento, como el primer acostista de la historia, se ha desacostizado totalmente y ha llegado a la conclusión que ese a quien llamó hermano, ese por quien se podía cortar el brazo en homenaje a su honradez material e intelectual, ha devenido en un pobre hombre.

El pobre hombre que antes era un referente de la revolución ciudadana e, ideológicamente, un pilar de eso que, esotéricamente, llaman “el proyecto”, se fue degradando sistemáticamente a los ojos siempre escrutadores del excelentísimo señor presidente de la República quien pretendió que, desde la presidencia de la Asamblea Nacional que el pobre hombre ocupaba, se acelerara la aprobación de la sagrada Constitución pachamamística, sin debatir los artículos ni consultarlos con nadie, peor con las organizaciones sociales mediante ese mecanismo de “socialización” que se usó durante un verano y pasó de moda a la temporada siguiente.

El pobre hombre a quien el excelentísimo señor presidente de la República todavía consideraba no solo su amigo sino también su referente, para entonces no cuestionaba los cuestionables arbitrios con los cuales el jefe del Estado imponía su voluntad a como diera lugar. Tampoco manifestaba su molestia ante los permanentes insultos, descalificaciones y venenosas afrentas contra quienes él llamaba sus opositores y contra esa prensa a la que no controlaba a su sabor, suficiente razón para que la calificara de corrupta. El pobre hombre escuchaba desde atrás, en un silencio que sonaba a alborozo, las feroces arremetidas del presidente contra todo lo que estorbaba su ya inocultable afán dictatorial.

Hasta que en una medianoche un organismo extraño a la Asamblea –que fue la que nombró al pobre hombre como su presidente– decidió destituirlo de un plumazo con el único argumento de que no entendía las urgencias del excelentísimo señor presidente de la República para que la Constitución se aprobara. Dócil, humildemente, descendió el pobre hombre de su plinto para ir a acomodarse en una silla a ras del suelo, desde donde alzaba la mano como cualquiera de los otros revolucionarios del montón.

Lo demás vino por añadidura al ritmo de una campaña presidencial boba, en la que el pobre hombre no era todavía el pobre hombre que es ahora, sino, más delicadamente, apenas un ecologista infantil.

Si antes el excelentísimo señor presidente de la República reconocía en Alberto Acosta su patriotismo a toda prueba, su preparación académica y su honradez acrisolada, entre otras virtudes de que, objetivamente, es dueño, ahora, en una actitud muy suya, las ignora y las transmuta en defectos con una insistencia y una saña propias de su temperamento, tan explosivo como cambiante.

Reducido a su condición de pobre hombre, Acosta engrosa la cada vez más larga lista de aquellos que, por el gravísimo pecado de discrepar, pasan a integrar una categoría inferior, allí donde yacen los imbéciles, los brutos, los limitaditos y los puercos, que cada vez son más y, poco a poco, han caído en la cuenta que es hora de recuperar el pisoteado estandarte de la dignidad, de la defensa del medio ambiente y de los principios que deben regir la convivencia democrática.

* El texto de Francisco Febres Cordero ha sido publicado originalmente en el diario El Universo.

Más relacionadas