Un momento especial

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

Era en Ottawa, el año 2008, en una fiesta de la comunidad africana avecindada en la capital canadiense. La escena me tenía allí de invitado, totalmente abocado a conocer a personas de diferentes países del Africa subsahariana. Vestidos con sus ropas multicolores, degustando de sus platos de texturas y sabores distintos, bailando al son de una percusión que marcaba una cadencia sincopada, los africanos disfrutaban de su fiesta con una alegría que se contagiaba fácil y abiertamente.

Pero no fue ese ambiente el que me permitió entrar en una conversación sabrosa sobre sus culturas y visiones de vida. Uno puede compartir la fiesta pero no necesariamente abrir esa puerta roja llamada corazón. En mi caso la llave fue la participación de Camerún en el Mundial de Italia en 1990. Lo que me permitió entrar en otro nivel de conversación fue recordar con mis contertulios cada partido, comenzando por la increíble victoria ante Argentina en el partido inaugural contra el campeón vigente. De cómo Oman Biyik se elevó casi tres metros para inventar un testazo imposible, que se hizo gol por las manos jabonosas de Pumpido.

Los leones indomables de ese Mundial fueron verdaderas fuerzas de la naturaleza que reían y bailaban cada vez que anotaban un gol, como si estuvieran conectados por una misteriosa ventana espacio-temporal con la fiesta canadiense. Sobre todo Roger Milla, que a sus 38 años se robó mucho más que la pelota que le punteó al loco Higuita y que se convirtió en el gol que los clasificó a cuartos de final. El gran goleador se llevó las miradas y recuerdos de millones de espectadores, que entendimos lo que el concepto de fiesta implicaba en un jugador cuya pulsión emanaba felicidad y fútbol.

Esa oportunidad, junto a muchas otras a lo largo de los años, me han demostrado el poder excepcional de una Copa Mundial de Fútbol y de cómo este deporte se convierte en una lingua franca que acerca a la aldea global, sin distinciones culturales, religiosas, socioeconómicas, de género ni edad. Un Mundial no es solo un evento, es un momento muy especial para dejarse llevar por un lenguaje que nos muestra nuestra humanidad expresada en el campo de fútbol.

En una época en que las guerras están nominalmente proscritas, la humanidad sigue necesitada de dosis de heroísmo que conmuevan. Los equipos son como ejércitos y cada partido es una batalla. La aproximación científica técnica es similar. 4-4-2. 3-4-2-1. 3-2-3-2. Usted elige. El conocimiento se transmite a la velocidad del Blackberry y del Twitter. Todos compartimos un saber común, con fórmulas y respuestas. Pero lo que diferencia es el corazón y la pasión. Recuerdo cómo en el Mundial pasado Andrés Iniesta, conocido como El cerebro por sus toques inteligentes, marcó un hito conmovedor con su gol en la final, gritándolo desaforado y dedicándolo a su amigo, el fallecido Dani Jarque. Al final del encuentro confesó que su memoria le dio fuerzas. Algo nos inspira. Y ese algo es el plus que da victorias.

La vida y el fútbol dan sorpresas. Un penal en el último minuto del alargue, fallado. Goles en los descuentos que llevan a clasificaciones. Una final de infarto en los últimos cinco minutos. Nada está escrito. Todo puede pasar mientras el árbitro no pite el final. Un Mundial es una fe que nace de la incertidumbre, se renueva en el corazón de los fanáticos cada cuatro años y nos permite soñar una misma fantasía a todos por igual. Ese poderoso proceso, en el que Ecuador es uno de los 32 protagonistas, empieza en suelo brasileño como una fiesta que celebra la vida y derriba todas las fronteras. ¡Brindemos por ello!

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