Los caballeros andantes y la peligrosidad de la escritura

Miguel Molina Díaz Barcelona, España

En ‘Pierre Menard, autor del Quijote’ Borges calificaba de “nebulosa sofistería” la elección de Cervantes en el pleito entre las armas y las letras, prefiriendo las armas. El pasaje se refiere a los capítulos XXXVII y XXXVIII de la primera parte del Quijote, donde el caballero andante pronuncia a la hora de la cena y en la venta de Juan Palomeque el discurso sobre las armas y las letras, en el que diserta, con enorme elocuencia, sobre uno de los más viejos temas desde el principio de los tiempos.

Para Don Quijote era fundamental refutar la idea prejuiciosa que imponía reducir el ejercicio de las armas a los trabajos del cuerpo y pensar a las letras como el espacio de los trabajos del espíritu. Explica, entonces, que el arte y ejercicio de las armas requiere de fortaleza pero sobre todo de entendimiento. El ejemplo que usa el hidalgo es simple: capitanear un ejercito u organizar la defensa de una ciudad sitiada son acciones del entendimiento y no solo de la fuerza física.

Si bien Don Quijote acepta que las letras implican pobreza, tiene muy claro que no hay ningún letrado, por miserable que sea, más pobre que el soldado. La pobreza, y el sacrificio que le acompaña, valores cristianos por lo demás, se ven reflejados en el hombre de armas en toda su dimensión, a criterio del caballero andante.

El momento medular de su disertación es la argumentación sobre la relación de dependencia de las letras hacia las armas. Consta en el libro de Cervantes: “[…] dicen las letras que sin ellas no se podrían sustentar las armas, porque la guerra también tiene sus leyes y está sujeta a ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras y letrados. A esto responden las armas que las leyes no se podrán sustentar sin ellas, porque con las armas se defiende las repúblicas, se conservan los reinos, se guardan las ciudades, se aseguran los caminos, se despejan los mares de corsarios y, finalmente, si por ellas no fuese las repúblicas, los reinos, las monarquías, las ciudades, los caminos de mar y tierra estarían sujetos al rigor y a la confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura y tiene licencia de usar de sus privilegios y de sus fuerzas. Y es razón averiguada que aquello que más cuesta se estima y debe de estimar en más.”

Cervantes, que había combatido en la batalla de Lepanto y sabía los horrores de la guerra, entendía que el mantenimiento de la paz no dependía de las leyes sino del poder de las armas para defender el imperio de la Ley. En ese pasaje Don Quijote no solo expresa una preferencia: explica la Teoría del Estado y justifica la capacidad coercitiva del mismo, anteponiendo la paz como fin último de las armas y, consecuentemente, del Estado. Es decir, se adelanta a Rousseau esbozando un preámbulo al Contrato Social.

En el fenomenal cuento ‘El Sur’, Borges pone en escena ese mismo pleito. Juan Dahlmann, el personaje del relato, estaba enfrentado a la discordia de sus dos linajes: por un lado la herencia romántica de su abuelo paterno de origen germano y, por otro, la sangre guerrera de su abuelo materno, argentino de cepa, que murió lanceado por los indios de Catriel. Después de un accidente que interrumpió su rutina de librero y la lectura de ‘Las mil y una noches’, Dahlmann inicia una peregrinación hacia una estancia heredada de su familia materna, en el sur habitado por los gauchos, es decir, en el corazón de la nacionalidad argentina.

Todavía convaleciente, mientras comía en un almacén, es desafiado por un grupo de ebrios. Al confrontar a uno de ellos, éste le reta a zanjar la discusión a puñaladas. Dahlmann, que no posee armas, recibe de un viejo gaucho una daga. Con la daga en la mano sabe que, primero, estaba comprometido a pelear y, segundo, entiende que esa daga no servirá para defenderlo sino para justificar que lo mataran. La última imagen del cuento es la de un Dahlmann pletórico, liberado e incluso feliz, saliendo a luchar en la llanura, convencido de que esa es la forma de muerte que hubiera elegido o soñado.

A ojos racionales, parecería que la elección de Cervantes y de Borges, decantándose por las armas y no por las letras, es una negación de la civilización y de la vocación pacifista moldeada o intentada por siglos y, además, una abierta predilección por la barbarie y la violencia. Bolaño, que algo sabía de estas disquisiciones, nos ofreció una luz en el discurso con el que aceptó el premio Rómulo Gallegos para su novela ‘Los Detectives Salvajes’: “Cervantes, que fue soldado, hace ganar a la milicia, hace ganar al soldado ante el honroso oficio de poeta, y si leemos bien esas páginas […] percibiremos en ellas un fuerte aroma de melancolía, porque Cervantes hace ganar a su propia juventud, al fantasma de su juventud perdida, ante la realidad de su ejercicio de la prosa y de la poesía, hasta entonces tan adverso.”

Más allá del sentido literal lo de fondo, creo, es el riesgo. Bolaño habla del riesgo y de la valentía de la juventud y esa es su forma, acaso metafórica, de entender la preferencia de Cervantes por las armas. Los tres, tanto Cervantes, Borges y Bolaño no hacen sino resaltar el peligro porque, como escritores, se saben hombres de acción. Y entienden, por tanto, que la escritura es un acto peligroso y valeroso, algo que implica riesgo y coraje. Detrás de éstas disertaciones no hay un llamado a la violencia sino un homenaje conmovedor a todos aquellos que se atreven a hablar y romper el silencio, a los que no están dispuestos a la sumisión y a la complicidad con sistemas políticos protervos, ni con leyes injustas ni tiranos. Es, de alguna manera, un llamado a la vida plena, a dejar la pasividad e inercia, a asumir el valor y también el asombro y la indignación.

Y lo de fondo también es la certeza de que la escritura puede ser un arma o una incitación o una protesta. Tal vez un arma de locos. Pero un arma al fin y al cabo que nos hace sentir, a quienes la profesamos, como si fuéramos una especie de reencarnación delirante del Caballero de la Triste Figura, el hidalgo Don Quijote de la Mancha, valiente justiciero y peregrino enamorado. Escribir, inevitablemente, es vivir. Asumir ese riesgo y esa actitud activa es lo que eligió Cervantes, ya que la decisión de ver gigantes allí donde los demás ven molinos de viento es un acto de íntima y desbordada libertad y juventud.

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