Economía del sentido común: las personas responden a incentivos

Mauricio Maldonado Muñoz
París, Francia

Un viejo principio de la economía reza justamente así: “las personas responden a incentivos”. Estos incentivos pueden ser positivos o negativos. Incentivos o desincentivos que, según los casos, alientan o desalientan determinadas clases de conductas según se espere un “buen” o un “mal” resultado al realizarlas. El efecto, desde una mirada general, parece obvio: frente a los incentivos las personas (racionales) encontrarán razones para actuar en un determinado sentido, así como frente a los desincentivos las personas encontrarán razones para abstenerse. Siempre queda la posibilidad de que a pesar de los desincentivos las personas continúen comportándose de una determinada manera, pero está claro —y así lo demuestra también la experiencia— que el número de individuos dispuestos a comportarse de una manera tal disminuirá o que se verá influido por la asunción del riesgo que eso implica.

Si se espera que en un determinado negocio se puedan obtener ganancias relativamente altas con riesgos moderados, una persona se verá incentivada a invertir en ese negocio; es decir, a arriesgar su capital. De otro lado, si un negocio prometiera ganancias relativamente bajas con riesgos altos, es muy probable que no haya muchas personas dispuestas a invertir. Si hay posibilidades de altas ganancias acompañadas de altos riesgos, en cambio, es probable que, a pesar de todo, existan personas que encuentren incentivos para incurrir en un tal negocio.

El riesgo de pérdida (o la espera de una ganancia) constituyen aspectos que ningún inversionista o emprendedor deja de tomar en cuenta en el momento en que decide montar un negocio. O bien, buena parte de la “lógica” del comportamiento de los individuos en el mercado corresponde a la misma forma de comportamiento que tendría una persona en su economía doméstica: si en el mercado se venden dos tipos diferentes de naranjas cuyas características no estimamos demasiado diferentes, y uno de estos dos tipos cuesta bastante menos, es probable que decidamos comprar (después de un breve cálculo costo-beneficio) las naranjas que cuestan bastante menos y que estimamos de una calidad similar. No es de extrañarse que ambas formas de comportamiento coincidan de una u otra manera pues obedecen a un mismo principio: “las personas responden a incentivos”.

Vale lo mismo para el emprendimiento y la inversión en ambientes donde falta, por un lado, seguridad jurídica (donde hay cambio de reglas de juego, inestabilidad política, cambios fiscales recurrentes, etc.) y, donde existen, por otro lado, altos impuestos: o se emprende e invierte asumiendo tales riesgos o se decide que en tales condiciones no vale la pena asumirlos (más si se considera que las posibilidades de éxito no son demasiado altas). Pocas personas o empresas están dispuestas a emprender o invertir en un entorno leonino e inestable. La única forma en que aumentan las posibilidades de inversión y emprendimiento en entornos de este tipo es que los altos riesgos (que son, en buen romance, desincentivos) se vean acompañados de altas posibilidades de ganancia (que serían incentivos), lo que es improbable en una economía pequeña salvo en cuanto se refiere a la explotación de recursos naturales, en donde existen. Lastimosamente, ningún país ha superado el subdesarrollo a punta solamente de recursos naturales. Los economistas tienen un nombre para esto: “la maldición de los recursos”. Que es, en realidad, la maldición de los malos administradores del Estado. Los recursos naturales son una oportunidad de acompañamiento en el desarrollo si son bien manejados, si no, suelen traer como efecto la ilusión de algunos años de prosperidad y otros tantos (bastantes más) de deuda.

Redistribuir la riqueza, reducir la desigualdad, parecen todos objetivos loables: habría que discutir si los medios que se proponen hoy en día son eficaces. “Quitarle dinero a los ricos”, “acabar con las empresas familiares”, etc., son vendidos como slogans que asustan por su anacronismo y porque llaman a preguntarse si alguna vez en la historia un país ha salido del subdesarrollo con estas fórmulas.

Se puede apagar una fogata con una cubeta de agua, aunque otros querrían hacerlo llenándola de gasolina. La gasolina, por supuesto, la pagarían los contribuyentes.

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