Opinar

Alejandro Veiga
Londres, Reino Unido

“We ain’t gotta dream no more man”
Stringer Bell, The Wire

Dice Leopoldo María Panero en sus artículos, recientemente reunidos por Fernando Antón (Prosas Encontradas, Madrid: Visor, 2014), que la imprenta representó el peor retroceso que ha sufrido la humanidad. Hasta el Medioevo, las filosofías eran una forma de asumir la realidad y, por lo tanto, de entender y practicar el día día. Esto lo podemos ver, por ejemplo, en la primera parte de la película Sócrates (1970) de Roberto Rossellini, donde deambulamos por las calles junto al filósofo dando a luz los conocimientos de los habitantes de la polis. Kierkegaard observará más adelante que Sócrates utilizaba este método para, a través de la ironía, volver subjetivas las opiniones de sus contrarios. Por eso, es un personaje que se dedicaba a crear agujeros en los proceso de razonamiento de cada individuo, para quebrar así las barreras de la racionalidad.

En la Edad Media, si el poder quería desafiar una idea, quemaban a las personas, pues la única forma de matar a las palabras era acabando con el hombre de acción que salía cada día a cambiar los límites establecidos. La palabra se podía tocar. Esta es la prueba de que en aquel momento la idea hablada tenía una práctica y no de que hemos avanzado hacia una sociedad menos barbarica. Hoy, en cambio, vivimos en un lugar donde nos conformamos con ser lectores pasivos, donde las palabras apenas nos pasan entren los pies como el agua de un río, donde nadie cree en el poder transformador del arte.

Hasta donde yo veo, Panero nos viene a decir que la lectura no puede ser un mero acto de observación, sino de acción, de aplicación de lo leído, pues es esto lo que nos liberará de la triste práctica de la escritura, que él define como círculo vicioso. No hemos nacido para vivir la vida, sino para transformarla, para crearla.

Resulta curioso ver, entonces, este aparente reclamo de información por nuestra parte, del que tanto hablan hoy en día los dirigentes mundiales que abanderan el cambio. En todos estos discursos, que gotean de manera vertical desde arriba hacia el ciudadano, no se plantea nunca un cambio ético del individuo, sino que sigue girando en torno a la lucha de clases marxista y en defensa de una supuesta democracia que, de la mano del capitalismo, nos ha traído hasta esta inmovilidad espectadora en la que todos vivimos. Seguimos hablando de cambio dentro de las reglas de consumo y autosuperación individualista que nada tienen que ver con una auténtica revolución del ser.

Teóricamente, leemos más, estamos más informados y eso ha traído cambios políticos, aires de esperanza, pero cada día nos encontramos en una sociedad más individualizada, donde el sobrevivir manda y el poder se concentra en cúpulas. Gramsci dijo que el Estado es la sociedad política y la sociedad civil. Yo me pregunto qué es hoy la sociedad civil. No lo sé. Hoy en día, yo sólo puedo entender por Estado a los marginados, a los silenciados. El único lugar en donde hay un verdadero cambio político es en los locos, los indígenas, los pobres, los borrachos, los drogadictos, los ladrones, los homosexuales, todos aquellos que margino aquí, todos aquellos que han sido escindidos de la sociedad civil y cada uno de nosotros que hemos sido alejados de nuestros vecinos y convertidos en lectores, en consumidores, que no creen tocar lo que ven, sino que sueñan dentro de ello.

Antes, quemaban a Lutero, a Juana de Arco, Sócrates aceptaba tragar la cicuta. Ahora, aquí, a mi lado, a tu lado, aparecen en la televisión un orda salivosa de tertulianos y culturetas opinando sobre un autobusero loco que, con su cuerpo lleno de tricolores nacionales, cree en un mesías y sobre otro expresidente que, fumando puros cubanos, viaja a visitarle en representación de los grandes poderes racionales. Unos aplaudimos, otros nos indignamos, todos hacemos un tuit y nos vamos a dormir.

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