Elogio a la prosperidad

Paola Ycaza Oneto
Guayaquil, Ecuador

Las naciones no se hacen más pobres porque empresarios productivos concentren más riqueza. Se hacen más pobres porque las oportunidades de empleos caen y los generadores de riqueza huyen.

A diferencia de lo que sucedía hace ya varios siglos, los ricos de hoy no son los que han acumulado una mayor cantidad de tierra o de recursos naturales, sino aquellos que han construido sistemas de organización de recursos que maximizan la satisfacción del consumidor a costos más bajos. Por ejemplo, en épocas remotas, si a usted se le antojaba pescado, tenía que dejar lo que estaba haciendo e irse de pesca. Si usted era un ciudadano que no poseía ni el barco, ni las redes, ni las habilidades para sacar un pez del agua, esto le hubiera quitado recursos que, a quien se dedicaba a esta actividad a diario, no le costaba tanto, pues poseía el material, el tiempo y las habilidades para realizarla. Desde hace ya varios siglos, ingeniosos empresarios han logrado, con dedicación, tiempo y esfuerzo, poner pescado en nuestra mesa, reduciendo el costo de nuestro antojo. Sin duda, estos empresarios obtienen una recompensa: se enriquecen. Esto es legítimo y loable dado que para enriquecerse encontraron la manera de satisfacer una necesidad que muchos tenían, pero que por sí solos no podían satisfacer sin costos altos y hasta prohibitivos.

Según el economista español Juan Ramón Rallo, uno puede enriquecerse fundamentalmente por tres vías. La primera y principal, creando sistemas empresariales que generen satisfacción para el consumidor a un costo más bajo. La segunda, proporcionando la financiación que necesitan esos sistemas empresariales. La tercera, facilitando los recursos (bienes o servicios) que esos sistemas empresariales requieren para operar. Con esto dicho, ¿es acaso la creación de riqueza, en una de estas formas, reprochable? Si no lo es, ¿debe castigarse a los que son exitosos en satisfacer necesidades ajenas? El objetivo debería ser generar riqueza y satisfacer necesidades, por lo cual no es sensato privar de los frutos del esfuerzo a quien mejor las satisface. Se necesita incentivar a quienes ponen pescado en nuestra mesa sin necesidad de que dejemos botada la actividad que hacemos para salir a pescar.

Cuando un gobierno redistribuye las redes llenas de un próspero pescador, es fácil referirse al beneficio otorgado a los que no tenían pescados. Lo difícil es explicar que ese próspero pescador ya no volverá con el mismo ímpetu a enfrentar la incertidumbre del mar, si es que sabe que sus esfuerzos no le producirán un beneficio afín a su esfuerzo. Esto invariablemente se traducirá en escasez de pescado.

La riqueza bien habida es digna de aplaudir, no de confiscar. Colocar trabas insensatas a quienes tienen un mayor potencial de generar ganancias de productividad elimina la posibilidad de que su riqueza se ponga al servicio de la sociedad mediante creación de empleo, satisfacción del consumidor y tributación razonable. Lo que se debería perseguir no es redistribuir la riqueza, sino eliminar la pobreza; y atosigar a los pescadores prósperos está muy lejos de lograr este objetivo.

Ojalá se premiara la prosperidad de los pescadores en lugar de castigarla, y se recompensaran las redes llenas en lugar de confiscarlas. (O)

* El texto de Paola Ycaza Oneto ha sido publicado originalmente en El Universo

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