Lugares para no creer

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

Uno de los placeres involucrados en las marchas, plantones y paros que se registran en estos días consiste en la ruptura espacial y corporal que el bloqueo de tránsito posibilita. Es paradójico que la protesta, diseñada para eliminar interferencias indebidas y transgresiones inaceptables en la tarea diaria de vivir, sea a su vez ocasión tanto para interrogar la necesidad de la organización diurna como para explorar formas alternativas de movilidad y de fantasía. La interrupción es ciertamente un mecanismo para visibilizar lo que está oculto: la inconformidad que el poder no observa; pero es también un método para eliminar el “ruido” mediático y experiencial —por instantes— y para registrar la inmediatez de la experiencia vivida.

En concreto: el acto de caminar; ya no a la cita deliberada y apremiante sino en lento y voluntarioso despliegue hacia el encuentro con uno mismo y con los demás. La ciudad, convertida en atasco logístico obligado, de pronto se manifiesta como plaza de encuentro, como tiempo distinto, como territorio inexplorado. Caminar por la calle, junto a otras personas que también caminan por la calle, que ocupan y preocupan la calle, constituye un ingreso a un lugar distinto. En la obra “El pequeño Gidding”, el último de los cuatro cuartetos de Thomas Stearn Eliot, elaborado a partir de su experiencia en la I guerra mundial, dice:

“No dejaremos de explorar y al final de nuestra búsqueda llegaremos a donde empezamos y conoceremos por primera vez el lugar.”

Eliot habla aquí de la tarea de recuperación del presente que todos postergamos, de la necesidad de vencer la inercia (a veces deteniéndonos, otras veces, movilizándonos) por medio del descubrimiento permanente de nuestro lugar en el mundo y de los lugares del mundo. Uno de esos lugares, en Quito,  es la avenida de Los Shyris, señalada desde hace décadas como sitio de expresión cívica y de aglomeraciones, más adelante en plaza de concentraciones deportivas y hasta pista nocturna de carreras, el régimen de turno en sus inicios decidió capturar su efervescencia pública como trofeo simbólico, hoy en día aparece como enjambre de voluntades y cuerpos inconformes.

Tal vez sea apropiado el lugar para su uso: los shyris, o caras, fueron quienes sometieron o se aliaron con los quitus. Shyri fue una designación honorífica inicialmente, para referirse al jefe supremo, luego se  convirtió en sinécdoque, figura retórica que designa el todo (el pueblo shyri) por la parte (su gobernador).  El primer shyri fundó una dinastía, que se extendió hasta el enfrentamiento militar, 12 generaciones más tarde, con los incas. El primer shyri fue llamado Shyri de Carán, debido a una de sus ciudades-fortalezas y se dice portaba en su frente una esmeralda ceñida con una cinta de oro como símbolo de su poder.

¿Qué significa entonces Shyri, en la ciudad? Como tantas otras calles y avenidas, pasajes y plazas, el nombre se difunde en constelaciones que ordenan la superficie de la ciudad, operando arreglos cronológicos y justificaciones históricas, estas palabras, como monedas gastadas pierden el valor grabado en ellas, aunque su habilidad para significar sobrevive su primera definición. Los nombres se vuelven disponibles para los transeúntes, se separan de los lugares que estaban llamados a definir y sirven como puntos imaginarios de encuentro  y de itinerarios que pueden o no ser reconocidos por quienes transitan en ellos.

“La plaza de la Concordia no existe”, dijo Malaparte, “es una idea”.

La avenida de los Shyris existe en estos días de manera peculiar, como una oportunidad para acopiar silencios que dicen tanto como para alojar vociferaciones estridentes, como un acervo de historias implícitas mucho mayor que aquellas que en efecto, escuchamos. La Shyris,  como un lugar con capacidad para crear leyendas (legenda: lo que se lee) locales, ofrece salidas al discurso oficial, maneras de salir y deambular, preferir sendas distintas.  La Shyris se ha convertido en algo que se ve muy poco y cada vez menos en la ciudad de Quito, un espacio habitable. Y entiendo por espacio habitable la capacidad de abrir la experiencia de lo que nos rodea a algo distinto. El discurso oficialista ha saturado el campo mediático con su retórica y ha vaciado el espacio social y urbano de historias: solo tenemos un registro ante nosotros, el de una abundancia y dicha presentada por sujetos agradecidos junto a un corolario que demoniza a quienes discrepan de ese relato. La cacofonía de esa representación anula con la repetición incesante a la ciudad habitable, el exterminio de leyendas va de la mano de la aridez en el campo de lo coloquial: “–¿Qué hay de nuevo?…pues, nada”. No hay en efecto, en esa representación, nada, nada que se abra ante la memoria o la anécdota, nada salvo la casa, aun abierta a las leyendas, a las sombras. La calle se convierte así, como dice una habitante de la ciudad,  en “lugares en los que ya una no puede creer en nada”.

Todo esto se interrumpe con el simple acto de caminar por la ciudad, lo que el caminar-exilio como lo llama Michel de Certau produce es precisamente el cuerpo de leyendas que está ausente en nuestra vecindad.  Aprendemos, escuchamos, cosechamos experiencias y palabras y las llevamos con nosotros, asuntos excesivos o extraños, detalles y excesos  que vienen de otros lares y que se insertan en el orden establecido como marcas de realidad y de ficción ganada a pulso a la desidia.

La Shyris, se constituye así en un lugar de no creer:  una tribuna que emite desengaños y que, a la vez, constituye rutas legendarias, desplazamientos inesperados, desórdenes habitables.

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