Cuba y el hombre que amaba los perros

Miguel Molina Díaz
Quito, Ecuador

Hay libros reveladores por su capacidad de ser a la vez dolorosos y luminosos. Ese es el caso de ‘El hombre que amaba los perros’ (Tusquets, 2009) de Leonardo Padura. Un libro que se alza sobre la historia del siglo XX como un remolino y como una luz. Y se presenta ante nosotros y nuestro tiempo como un telegrama enviado desde el frente de batalla.

Mientras escribo esta columna caigo en la cuenta de que no han pasado sino horas desde que la bandera cubana fue izada sobre el cielo de Washington, tras más de medio siglo de hostilidades. Los libros no son accidentales, pienso, llegan en el día y hora en que deben llegar. Asisten a una cita ineludible.

El de Padura conjuga tres desgracias de enorme significancia. Por un lado, relata el éxodo de Trotsky desde su expulsión de la Unión Soviética hasta sus últimos días en México. Por otro, la vida del joven combatiente de la Guerra Civil Española y futuro asesino de Trotsky, Ramón Mercader. El narrador de ambas historias es un joven escritor cubano que, en los setentas, encuentra a Mercader viejo y en el ocaso de su existencia, mientras pasea a dos galgos rusos en una playa de Cuba.

Esas tres historias, sin embargo, son otras: la de la utopía revolucionaria emprendida por los hombres que parieron la Unión Soviética y luego fueron arrasados por la espeluznante dictadura estalinista; la fractura de España como ensayo de esa otra fractura desalmada que fue la lucha contra el fascismo en la Segunda Guerra Mundial; y el desgarrador relato de la realidad cubana, en donde todos los sueños se pudrieron en un fétido pozo de corrupción y despotismo.

Padura esboza la vida del narrador de su novela, el escritor Iván Cárdenas, como un fiel testimonio del desastre que rodea a su país. Una isla usada como experimento de Moscú y de la mayor pesadilla autoritaria de la historia humana. Tres son los momentos que marcan a Iván Cárdenas en su doloroso camino hacia la decepción del delirio comunista.

El primero, el hecho de haber escrito un cuento que fue calificado de contrarrevolucionario por no comprender que el arte es un arma del socialismo. Cárdenas fue perdonado por ese desliz, pero en ese momento conoció el miedo e inició su acabamiento: le obligaron a dudar de su propia escritura. Y le obligaron, además, a sentir agradecimiento hacia una revolución que le indultó del crimen de crear ficción.

Luego fue testigo de dos eventos aún más brutales. El uno, la separación de la docencia universitaria que sufrieron dos profesores al ser acusados de católicos, pese a la alta calidad de su enseñanza. Esto sucedía mientras fanáticos del comunismo, mediocres como maestros, gozaban del respecto y la protección del sistema.

La tercera experiencia es la más desgarradora y se refiere a la persecución implacable al hermano de Cárdenas, por haber tenido el valor de confesar su homosexualidad. La respuesta de la revolución fue inclemente: se sancionó al joven con la suspensión por un periodo de dos años de la universidad y su expulsión de la carrera de medicina. Con los años, la exclusión total lo llevó al desesperado intento de llegar a los Estados Unidos por medio de un bote. Nunca se supo más de él.

Padura, poco a poco, escenifica el violento proceso por el que la realidad se cuela en las vidas de hombres y mujeres que no pidieron ser hijos de la revolución, pero que tampoco pudieron escapar de ese destino en el que una caricatura de ideal altruista absorbió y anuló los sueños de sus vidas.

Inmerso en ese momento de dudas y frustraciones, Cárdenas conoce al hombre que amaba los perros y que arrastraba sobre sus hombros uno de los más repugnantes episodios del siglo. Dicen que Mercader escuchó los gritos de Trotsky hasta el final de su vida y que el político ruso le invitó, poco antes del día fatal, a que criara galgos rusos para que nunca se olvidara de él.

Lo cierto es que, gracias a la ficción, Padura ha recreado el proceso de siembra, cosecha y perversión del ideal revolucionario en el corazón del ser humano. Así como Mercader, cientos de miles de jóvenes fueron engatusados por la retórica revolucionaria al punto de cometer los más atroces actos de violencia. Y sí, Padura tiene razón y es muy probable que Mercader, en el instante en que asesinó a Trotsky, era consciente de ser el instrumento de una farsa y que ejecutaba la ‘Operación Pato’ por miedo y porque el destino se había derramado sobre sus manos de forma inexorable y cruel.

‘El hombre que amaba los perros’ es un relato de la destrucción del más hermoso y generoso ideal, convertido en un pozo de mierda y sangre por la megalomanía de un dictador. Padura ha escrito, desde el abismo de la existencia humana, como los escritores que se desangran en su escritura, uno de los libros más actuales y pertinentes de nuestro tiempo.

Así es como la historia de un asesino, que acaba con el ideólogo de un sistema devorador de vidas, se convierte en la historia de todos nosotros e incluso nos genera compasión. Una novela que merece ser leída con fervor en Cuba y en toda América.

Lo que Padura ha escrito es el sentido de la memoria y de la literatura. De algún extraño modo todos fuimos víctimas de los procesos de octubre en Moscú y fuimos obligados a inculparnos, a confesarnos traidores, a decir que somos la escoria repugnante que intentó destruir el más solidario e igualitario de los proyectos políticos de la humanidad. Luego abrimos los ojos y descubrimos que algunos de esos gritos y de esas imágenes eran solo una pesadilla. Pero descubrimos, también, que toda pesadilla inspira su mecanismo perverso y atroz en la realidad que vivimos.

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