La dictadura de la academia

Víctor Cabezas

Víctor Cabezas
Quito, Ecuador

La economía del conocimiento ha tomado la batuta en la carrera por el desarrollo emprendida por los países capitalistas. La inversión en educación superior y la glorificación de la universidad y sus ingenierías, junto con el emprendimiento, las patentes y las invenciones tecnológicas han propuesto un patrón que tanto gobiernos progresistas como neoliberales han adoptado con una clara premisa: incorporar un modelo de desarrollo sociedad/industria/civilización/sillicon valley. Y entonces, cuando afloran estos delirios mesiánicos, aparecen –normalmente bien solapados en discursos de libertad absoluta- mecanismos de coacción que derivan en graves problemas socio culturales.

La academia es el mundo de los formatos, las calificaciones y los encuadres. Es el universo del acoplamiento a cánones determinados. En la medida en que el estudiante logre amoldarse al imperio de su dictadura, es envestido con los más agradables y benefactores títulos; la academia no es el espacio para la irreverencia, es el espacio para la investigación encuadrada en miles de dimensiones preestablecidas, es el espacio para las lecturas selectas y para las calificaciones sobresalientes. En palabras de Eva Illouz, es el laboratorio capitalista de universalización y ajuste de personalidades y aspiraciones. Más allá de las historias de Einstein –quien, dicen, tuvo malas calificaciones en sus estudios formales- los que no logran adecuarse al marco disciplinario, a la lógica de producción académica, a los atavismos de las notas y los criterios de cálculo, son tachados y difícilmente logran ingresar a las esferas del poder académico –espacio reservado para quienes sí se adaptan a sus formas dictatoriales-.

El proyecto de masificación de la cultura académica no es humanista, es productivista, pues ahí yace el paradigma de coacción del modelo capitalista. El capital no entiende otro uso de los bienes que no sea el rendimiento, hace de la música hits y de los libros bestsellers. La funcionalidad de la obra y de la acción humana está determinada por su valor agregado, por la capacidad de generar renta y números verdes en las cifras cambiantes de las bolsas de valores. Entonces, el arte -como esencia de la insurrección humana- es inútil en su lógica de funcionalidad. La expresión artística no conoce formas, es divagante, parricida, irreverente, guerrillera, no puede subsumirse a ninguna dinámica coactiva, mucho menos a la económica. Por ende, no es útil y su desarrollo debe ser obviado o por lo menos legado a los rincones en los que si le es eficaz a la universidad productiva, es decir la escritura académica, la publicación masiva, las formas de citaciones, los diseños gráficos propagandísticos, etc.

Como sombra de un problema global –o inclusive, como sol de ese problema- existe una “americanización” de la producción de conocimientos que determina algo tan simple como aterrador: nuestra manera de procesar el conocimiento y los marcos dentro de los cuales liberamos al pensamiento académico. En ciencias sociales, por poner un ejemplo, el 60% autores académicos son americanos, el 25% de Europa occidental, el 1% América Latina, y menos del 1% de África. El 80% de las revistas son publicadas en ingles, más allá del idioma, la teoría propone pensarlo todo en ingles.

Las patrañas envestidas con el don de solucionar los problemas de las sociedades van apareciendo alternativamente en la historia. Si en la segunda mitad del siglo XX la patraña eran las armas, la democracia y la libertad como fundamentos solutivos, hoy esa patraña ha degenerado en una glorificación de lo académico y de la producción innovadora, del emprendimiento y todas sus formas. Ya no hay espacio para disidencia en esta lógica, la libertad ha transfigurado en la posibilidad de autorrealización dentro del marco único bien definido y limitado de producción, rendimiento y captación de capital.

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