El adolescente que se abasteció con 280 litros de agua antes del terremoto

Arturo Cervantes
Guayaquil, Ecuador

Un hijo de pescador observa un documental de National Geographic. Aprende a equipar su casa con muchísima agua, por si las moscas, por si cualquier terremoto que Dios no quiera. Pero Dios sí quiere y, ¡ay!, su pueblo padece una zarandeada de 7,8. Sus vecinos tienen sed y él, que ya estaba abastecido para una desgracia de esa magnitud, les comparte una porción de los 280 litros que almacena en el patio de su casa. Y aún más: les enseña a extraer y purificar agua que, ¿sabían, vecinos?, hay bajo tierra. Y aún más: señala el mar y les dice que eso que ven ahí es agua salada, inconsumible, pero pueden, podemos, convertirla en dulce y bebible si la ayuda no llega pronto… porque tenemos sed, ¿verdad?

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Los días que le siguieron al terremoto en Ecuador, los afectados consensuaron un símbolo para demostrarle al mundo que tenían sed. El gesto -sencillo y espeluznante- consistía en mostrar botellas plásticas sin una gota de agua, secas, arrugadas. Las enseñaban a todo auto que circulaba en las carreteras de Manabí, la provincia de Ecuador epicentro del desastre. Otros, más apegados al lenguaje explícito, escribieron en carteles el mensaje clarísimo: «NECESITAMOS AGUA!!!».

Pero hay un chico de 16 años que nunca, ni en los momentos más críticos de la escasez, cuando aún no habían reactivado el servicio de agua que ya volvió en algunas zonas de Manabí, nunca pero nunca necesitó rogar en las carreteras. Diego Vélez Rivas es su nombre y lo encontré en el pueblo en el que vive, Jaramijó, Manabí, una semana después del terremoto. O, debería aclararlo, fue él quien me vio antes: se acercó, me pidió un bolígrafo de tinta negra y, por fa, no sea malo, también arranque un par de hojas de su libreta, ¿se puede, disculpe?

Se puede, claro que se puede, amigo.

Unas ideas brillantes le recorrían la cabeza. Si pronto no las anotaba en papel, ¡uff!, se esfumaban por la misma puerta de su cerebro por la que ingresaron.

Es que, luego lo supe, el cerebro de Diego siempre está atareado con ideas nuevas. A veces con ideas sobre energía eólica, a veces con ideas para sobrevivir a un naufragio o a un terremoto. Hace cuatro años aprendió, en documentales de National Geographic que llegan a su pueblo porque los retransmite un canal ecuatoriano, aprendió, les decía, todo lo que uno debería saber para anticiparse a una catástrofe. Y ahora está dispuesto a enseñarme, a enseñarnos.

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Me lleva a su casa, que en realidad ni es su casa ni es la de sus padres. Su hogar está dentro del terreno de una fábrica de plásticos de unos empresarios que viven en Quito. Queda a orillas de la carretera Manta-Rocafuerte, cerca de la entrada al cantón Jaramijó, en el sector conocido como Colisa. Los propietarios de la empresa, a los que Diego y su familia guarda inmensa gratitud, les prestaron ese espacio para vivir. A cambio, darán viendo que nadie robe la fábrica durante las noches. Y rieguen las plantas de mango y las de coco y las de limón, verán, por favor, ya nos vemos al regreso.

Su mamá, Genny, por hacer todo eso, gana el salario básico: USD 366.

Su padre, Ricardo, es pescador. Pescador del tipo: paso tres días en altamar -si la pesca anda buena- o cinco días -si anda mala-, regreso con algunas libras de picudo, dorado, pulpo, zapata, o lo que agarre, si es que agarro, y con suerte llego a los USD 250 al mes. Cada que su papá ingresa a altamar, una parte de Diego se pone triste, porque lo extraña un montón; pero otra parte también se emociona. Aprovecha, jajaja, la ausencia para usar el teléfono móvil de su padre. Diego tiene uno, sí, pero funciona a medias: recibe mensajes, pero no llamadas. Su padre, ocupado en esquivar olas y enredar peces, ignora que su hijo, en tierra firme, pesca su saldo telefónico.

Sus dos hermanas, que son mayores pero él igual las cuida como si fuesen menores, también viven en casa. Katherine, de 18 años, que estaba estudiando Turismo pero se retiró: lo que le sobraba de ganas, le faltó en dólares para cubrir los constantes viajes que obliga la carrera universitaria. Y Ariana, que tiene 20, y estudia Trabajo Social en la Universidad Laica Eloy Alfaro de Manabí.

“Mírame en acción”, me pide Diego y cambia la dirección de su mirada. La redirige hacia el suelo de tierra, como buscando algo. Como buscando el mejor sitio para cavar en el patio de su casa.

“Mejor si el suelo escogido para cavar es rocoso” -en este punto ya incrusta la pala sobre un sitio con esas características y continúa explicando- “porque las rocas retienen el calor y con eso aumentan las posibilidades de que abajo ‘haiga’ tierra húmeda (y no seca), ¿ya?”.

Ya.

Resumiré el proceso, como esos programas de cocina de la TV que, de un segundo a otro, traen la bandeja con el pavo listo porque fue horneado trascámaras.

Diego que cava dos metros. Diego que, a esa profundidad, ya encuentra tierra húmeda. Diego que ahora introduce la tierra húmeda en un calcetín de zapato. (Sí, en un calcetín. El calcetín sirve como cernidor: separa el agua de la tierra). Diego que explica que el calcetín está hecho de tela y que la tela tiene poros diminutos y de esos poros diminutos gotea el agua. La tierra queda retenida dentro del calcetín. Diego que deja que el agua chorre en una tarrina. Diego que ahora usa carbón para purificar aún más el líquido y poder beberlo.

El carbón es un combustible fósil que tiene propiedades absorbentes, que purifican líquidos.

¿Se entendió?, pregunta ahora. Si hay algo que preocupa de sobremanera a Diego es que, cuando él explica algo, no lo comprendan.

De cómo vivió Diego el terremoto

El terremoto lo agarró a bordo de una moto-taxi manejada por un joven abiertamente homosexual a quien el pueblo llama ‘La Doctora’. El apodo le debe al hecho de que, además de conductor, suele ser auxiliar de algunos médicos que llegan a Jaramijó.

A ‘La Doctora’, les contaba, se le bajó la presión durante el terremoto. Casi se desmaya, de no ser porque Diego, que era el único pasajero en una moto-taxi con capacidad para cinco, le obsequió un caramelo de sabor mixto (leche-miel). Y eso lo reanimó.

A las 18:58 de aquel 16 de abril de 2016, cuando ocurrió el terremoto, Diego intentaba regresar a casa en esa moto-taxi. Había salido a la farmacia, a una de las tres que hay en Jaramijó, para comprar dos loratadinas para Katherine, su hermana, que es alérgica al polvo y al pañuelo de lana con el que se resfregó la nariz.

Diego sufre taquicardia. Sobre todo, en momentos de alto estrés. Así que se esforzó por mantener la calma durante el terremoto. Y lo logró.

-Dejé el miedo atrás y me puse atento.

Mientras todo temblaba y en una esquina la cabeza de un veinteañero que sangraba y cuatro personas que lo asistían y un parlante y un aire acondicionado que caían de un tercer piso donde horas antes hubo una fiesta y gritos y gente que corre y busca a otra gente y Diego y La Doctora que esquivaban todo lo que volaba a su alrededor, mientras todo eso ocurría, Diego se acordó de algo que leyó y le pidió a ‘La Doctora’ esto: Aléjate de los postes de luz, ¿puedes?

En el camino, Diego se topó con Luchi, su perro que, aterrado por lo que ocurría, había escapado de casa.

-Estaba temblando, encogido, llorando. Se había metido en un terreno en construcción.

El perro de Diego no tiene raza, pero sí la tonalidad dorada de los Golden Retriever y el tamaño de un Cocker. Se lo regaló una amiga (quizás es más que eso, pero no lo admite) a manera de regalo por su cumple número 13.

Una vez que concluyó el terremoto, Diego caminó, por horas y a oscuras, hacia su casa. Llegó, se percató de que la familia esté bien y echó un vistazo a todo el arsenal de agua que tenía reservado para situaciones como estas.

280 litros, un poco para la vecina María, otro poco para el vecino Klever… La lista la repasó mentalmente.

280 litros distribuidos en una cisterna en la que está plantada un árbol de la India, llamada moringa oleifera, que sirve para purificar naturalmente las aguas. Agua, mucha, y más agua en dos tanques enormes, altos y gordos, a los que Diego llama, con cariño posesivo, “mis chanchitos”.

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Diego sabe muchas cosas. Casi todo lo que sabe lo aprende en el cyber ‘Barcelona’, que está en el centro de Jaramijó. Paga USD 0,50 por navegar durante una hora por internet. Es el costo por enterarse que para armar un albergue de emergencia en medio de un bosque, lo mejor es buscar un sitio seco. “Los puntos húmedos atraen alacranes y murciélagos”, me secretea.

Es frecuente verlo, en el patio de su casa, haciendo experimentos. Como la vez que hizo una brújula casera, con la ayuda de una hoja de papel, un alambre, una aguja y un cable de bronce. O esa otra ocasión en la que sintió lo que es la energía eólica, con la ayuda de un foco y el motor de un juguete. O recién, que fue a la playa cercana a su casa, y con un plomo, una funda plástica, una piola de pescar y, evaporación mediante, logró que las aguas saladas se hagan dulces y bebibles. ‘Método del pescador’, lo llama, porque las que se emplean son herramientas al alcance de un hombre del mar y lo pueden ayudar a no morir de sed durante un naufragio.

Diego, a quien le faltan tres años para graduarse de la secundaria, no es el mejor de su clase. Serlo tampoco le quita el sueño. Es un alumno regular que promedia un 7/10. Más le inquieta lo que puede aprender fuera de las aulas. Quisiera estudiar mecánica automotriz en una universidad de Guayaquil. De momento, desmantela, prueba, experimenta, juega con el motor de un Datson del año 97. El carro, el único que posee un familiar suyo directo, le pertenece a Ángel Miguel Rivas, su abuelo materno.

-Tampoco es que puedo travesear mucho porque después me reta.

En el Facebook, Diego aparece como “Josueth Otaku Liver Vélez”.

‘Josueth’: su segundo nombre.

‘Otaku’: el término que se usa en Japón para llamar a los fanáticos obsesivos del manga y del anime (¡él lo es!).

‘Liver’: una abreviación deliberada de “libertad”, una palabra que le encanta.

‘Vélez’: su primer apellido.

En Facebook, además, tiene una novia. Se lo recalca por ahí, debajo de las fotos que sube con ella (“Como amo a mi bella novia”) y la envuelve entre corazones y estrellas. Pero a mí me confiesa que ella no es la oficial. O sea, que lo es, pero sólo en Facebook. Que a la oficial no la menciona en su red social porque a ella no le gusta que la mencionen. O algo así intentó explicarme. No le entendí, pero tampoco volví a preguntar. No es bueno escarbar en las telarañas sentimentales de los adolescentes brillantes.

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