El hombre providencial

Jesús Ruiz Nestosa
Salamanca, España

Nada generoso fue el historiador y escritor mexicano Enrique Krauze en el largo artículo que le dedicó al presidente de su país Andrés Manuel López Obrador (también conocido como AMLO) con motivo de la carta que le escribió al rey de España y al Papa exigiéndoles que pidieran perdón al pueblo mexicano por los abusos cometidos durante la conquista. El artículo se publicó en el diario “El País” de Madrid (abril 3, 2019) bajo el título de “Mensaje de discordia”.

En ese artículo, Krauze le acusa a López Obrador de politizar la historia para llegar a la conclusión de que hay hombres providenciales destinados a cambiar la historia de sus países y que ese hombre providencial es, justamente, él.

En mi artículo anterior hablaba de que el verdadero genocidio indígena en América lo llevaron a cabo los criollos después de haberse independizado sus países de la corona de España. Y, por falta de espacio, dejé en el tintero el tema de los indígenas Chiquitos de Bolivia y la persecución de los guaraníes por los “bandeirantes” venidos del Brasil.

Al hablar de los indígenas argentinos hablé de la “Campaña del desierto” comandada por el general Juan Manuel de Rosas y hubo voces que me corrigieron, atribuyéndosela al general Julio Roca. Pues sí, algunos historiadores reservan este nombre para Roca y hablan de “campaña de Rosas al desierto”. El nombre no varía la situación: el periodo bélico que va desde 1833 a 1879 tuvo un solo objetivo: exterminar a los indígenas. Según el informe presentado al Congreso por Roca, como resultado de sus combates de 1878 y 1879 “Unos 10.000 nativos fueron tomados prisioneros y unos 3.000 enviados a Buenos Aires, donde eran separados por sexo, a fin de evitar que procrearan hijos. Las mujeres fueron dispersas por los diferentes barrios de la ciudad como sirvientas, mientras una parte de los hombres fueron enviados a la isla Martín García, donde murieron, en su gran mayoría, a los pocos años de reclusión”.

Los “bandeirantes” eran bandas venidas del Brasil que asolaban los poblados indígenas, especialmente de guaraníes, para cazar nativos y llevarlos a São Paulo donde eran vendidos como esclavos para trabajar en los cafetales (Lía Quarleri, “Rebelión y guerra en las fronteras del Plata”, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2009).

En el mismo sentido se expresa el sacerdote jesuita Juan Escandón, quien le escribe un extenso relatorio a su padre provincial en 1755 describiendo aquellas correrías en las que decenas de hombres con enormes banderas (bandeirantes) y tambores ensordecedores irrumpían de sorpresa en sus poblados y los cazaban como si fueran animales salvajes (Legajo 120, 56, Archivo Histórico Nacional de España, Madrid).

Siguiendo indicaciones del expresidente venezolano Hugo Chávez, la entonces presidenta argentina Cristina Kirchner no tardó veinticuatro horas en bajar la estatua de Cristóbal Colón de su columna de mármol que estaba atrás de la Casa Rosada (casa de gobierno) por haber sido un genocida, aunque nunca mató un solo indígena, según el Mandatario venezolano. Y en São Paulo, en el céntrico parque de Ibirapuera hay un gigantesco monumento a los “bandeirantes” que contribuyeron de manera tan eficaz con la riqueza de dicho estado aportando mano de obra esclava guaraní cautivada en la región del Guayrá, al este del río Paraná, en el estado brasileño del mismo nombre.

En Bolivia, apenas proclamada la república, el nuevo gobierno promulgó una ley por la cual nadie podía vivir a más de 500 metros de sus cultivos. Con ello, los indígenas de los antiguos pueblos de las Reducciones, en la Chiquitania, debieron elegir entre sus plantaciones o sus casas en el pueblo. Eligieron lógicamente las primeras y el hombre blanco pudo quedarse con sus casas. ¿Quién tendrá que pedir perdón a quién?

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