Resistirse al edadismo

Gina Montaner
Miami, Estados Unidos

Llamo para hacer una cita con el dermatólogo y me preguntan si se trata de una consulta cosmética. En las oficinas de los dentistas en más de una ocasión me han sorprendido con ofertas para inyectar Bótox. La prioridad ya no es el examen anual para prevenir el cáncer de piel o las caries, sino todo tipo de tratamientos “anti aging” con el fin, tal y como indica la palabra en inglés, de ocultar por todos los medios una realidad inapelable: la del envejecimiento.

Envejecer, o mas bien los signos evidentes de que el tiempo pasa, se ha convertido en una suerte de estigma que muchos intentan ocultar con semblantes rígidos que parecen papel pintado y unas sonrisas cuya perfección se asemeja al teclado de un piano Steinway. Se ve en la momificación de Hollywood, en modelos recauchutadas y también en ciudadanos de a pie que, a la vez que se quitan una verruga o les hacen un empaste, los doctores les venden pócimas “milagrosas”. No hay que ser Ponce de León en busca de la fuente de la juventud. Basta con dejarse pinchar en la cara o el traspaso de grasa de un sitio a otro del cuerpo, en una época en la que las extravagantes curvas de Kim Kardashian dominan las redes sociales.

El discurso y la parafernalia del anti aging en realidad forman parte de lo que a partir de 1969 se acuñó como ageism, término que hace alusión a la discriminación contra las personas a partir de cierta edad y que va a la par con el sexismo y el racismo. Tampoco se trata de algo nuevo, ya que envejecer nunca ha sido una panacea, pero lo que sí ha cambiado es la cantidad de años que vivimos y, por lo tanto, el tiempo que debemos estar insertados en la fuerza laboral y embarcados en una carrera que parece no tener fin.

De ahí todo ese marketing de que los cincuenta son los nuevos cuarenta, los sesenta los nuevos cincuenta y, al ritmo que vamos, pues los cien llegarán a ser los nuevos noventa. Desde luego, daría para una de esas series distópicas en las que un ejército de gente cronológicamente decrépita deambula enmascarada en una falsa lozanía. Me pregunto si aquellos que se han negado (o no han tenido los recursos económicos) a pasar por el bisturí o inyectarse el veneno que congela el ceño acaban siendo los siervos de los Dorian Gray de un futuro que está a la vuelta de la equina. Todo un guión para Netflix o Hulu.

Pensaba en el ageism al notar la insistencia en el ofrecimiento cosmético cuando leí una entrevista en El País con Carl Honoré, autor de Elogio de la experiencia. Honoré señala, “Decir que los sesenta son los nuevos cincuenta es discriminación”, haciendo referencia al edadismo. Nunca antes había tenido noticia de esta palabreja, pero era cuestión (cómo no, de tiempo) antes de que se incorporara al castellano una tendencia que surgió en inglés, ámbito donde las modas se imponen, van y vienen.

En su libro el autor canadiense reivindica el derecho a llegar a la edad madura (que no es otra cosa que el proceso de envejecer) sin vergüenzas ni tapujos. Poder ser mayor y, como el tango, con la frente marchita sin disimularlo. De algún modo, no tener que respirar con alivio cuando te dicen a modo de piropo, “Pues no pareces tu edad”.

Claro que es estupendo, además de recomendable, asomarse a la vejez con agilidad y vitalidad tanto física como mentalmente. Pero ni el cuerpo ni la mente son máquinas perfectas con parches constantes para tapar las averías que causan los años. Un gesto rígido y un cuerpo de ingeniería Frankesteniana no pueden evitan que el verdor se esfume con el paso del tiempo. Es posible –a pesar del eslogan que en su día lanzó el diseñador español Adolfo Domínguez– que la arruga no sea bella, pero sin duda es el mapa de la vida. Pensándolo bien, resistirse al edadismo es otra forma de mantenerse joven. [©FIRMAS PRESS]

@ginamontaner

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