Macri, el peronismo y la república

Héctor Schamis.

Héctor Schamís

Washington, Estados Unidos

Si Scioli y Massa hubieran ido juntos, Macri no habría sido elegido presidente en 2015. Es la simple aritmética, adicione el lector aquellos porcentajes y allí tiene lo ocurrido este último domingo de octubre de 2019.

Es el viejo tema de la “unidad del peronismo”, entre comillas porque no existe tal cosa. Desde hace tiempo varios candidatos compiten entre sí bajo similar identidad peronista. En buena parte dicha tendencia se remonta al “que se vayan todos” de diciembre de 2001, cuando la fragmentación no hizo excepciones con el peronismo. De ahí que tres peronistas compitieran por la presidencia en 2003 mientras un cuarto la ejercía.

La fragmentación en cuestión llevó a Néstor Kirchner al poder. La usó a su favor y la profundizó desde el Estado. Con el boom de precios internacionales y una abultada billetera instaló una manera facciosa de hacer política. Sin la violencia de los setenta, no obstante dividió al peronismo como nunca había ocurrido desde el retorno de la democracia en 1983.

Lejos quedaron los días de Cafiero, Menem y Duhalde, liderazgos apegados a la institucionalidad democrática aún en las crisis. No debe olvidarse que fue Alfonsín, de hecho, quien durante la más grave de ellas hizo presidente a Duhalde. De ahí que muchos peronistas se diferencien del kirchnerismo, la distinción no es trivial.

Macri entendió la necesidad de reproducir el escenario de 2015, pero lo hizo a medias y de forma incoherente. El acompañamiento de Pichetto indicaba dicho objetivo, pero se le dio un papel secundario en la campaña y hasta fue ninguneado por algunos notables del oficialismo.

De manera similar, tampoco se entiende haber excluido de las listas a Emilio Monzó y Eduardo Amadeo, ambos de raíz peronista y diputados de Cambiemos. Son dos ejemplos, si sus presencias tuvieron sentido en 2015, más sentido tenían ahora.

Sin embargo, tuvieron que dejar sus lugares a candidatos de la derecha liberal y no liberal. Y al final ambas derechas le quitaron a Cambiemos más votos de los que le aportaron. Entre esas derechas y los votos de Lavagna —quien acostumbra entregarle la victoria a los Kirchner mientras los critica— se evaporó la reelección de Macri.

Sus no tan lúcidos estrategas tendrán mucho para pensar y tal vez dedicarse a otra cosa. El centro ancho, moderado y pragmático que captura al votante medio —según reza la teoría de Anthony Downs de 1957— no se construye zigzagueando de derecha a izquierda entre los pañuelos celestes y los verdes. Pragmatismo y oportunismo no son sinónimos.

Lo mismo se aplica a cómo se organiza, se administra y se recrea una coalición, Cambiemos, que es el vehículo que llevó a Macri al poder. El PRO jamás entendió que era imprescindible agrandar la mesa chica, pecando también de mezquindad. Aún en la derrota, y a pesar de la profunda decepción experimentada con el aparato de la Casa Rosada, el partido Radical entregó contundentes victorias en Córdoba y Mendoza.

Esos mismos estrategas postulaban la conveniencia de tener a Cristina Kirchner de rival, siendo con ello funcionales a su impunidad y sucumbiendo ante su superior inteligencia. Así, la hoy vicepresidenta electa —quien contaba con trece procesamientos, siete órdenes de detención y 2200 causas por corrupción a miembros de su gobierno o vinculados al mismo— además se constituye en comisario político de Alberto Fernández.

Una señal firme desde Balcarce 50 habría sido leída de manera acorde por Comodoro Py, así como el resultado del domingo 27 explica las actuales exoneraciones de rigor. Dicha señal también habría obligado al grueso del peronismo a definiciones más contundentes sobre el Estado de Derecho y con ello se habría fortalecido la imagen de un presidente comprometido con la lucha contra la corrupción. Se podría haber recreado el escenario de 2015, pero los expertos en focus groups decían otra cosa.

En la noche del 22 de noviembre de 2015 escribí un texto con el título de “Una nueva república en Argentina”. Llegaba al poder el primer presidente no peronista, no radical y no militar en un siglo. Se modificaba el sistema de partidos, sin trauma y con estabilidad. La entrada del PRO en la adultez resolvía un déficit secular de la política argentina: la ausencia de una derecha democrática. Para un país con una derecha históricamente autoritaria, filo fascista y preconciliar, aquello fue un lujo y un milagro de la historia al mismo tiempo.

Insisto hoy con aquel argumento. No hay más que mirar el mapa del centro del país, desde Mendoza hasta Entre Ríos y la ciudad de Buenos Aires, allí está la Argentina urbana y de una vasta clase media. Allí ganó Cambiemos y con ello mantuvo la primera minoría en Diputados y equilibrio en el Senado.

Curiosamente, consolida un sistema de partidos “a la americana”, por Estados Unidos, pero anterior al New Deal de 1932. Un polo rural y populista, además de conservador, expresado por el Partido Demócrata de entonces, y un polo moderno, urbano y republicano, el Partido Republicano. El kirchnerismo se parece a lo primero, Cambiemos a lo segundo.

El Macri de la noche del domingo fue el estadista que no había sido. Sus palabras, su tono, su convicción democrática evocaban a Alfonsín, nada menos. Cambiemos está vivo y goza de buena salud. «El Parlamento está equilibrado, no habrá mucho espacio para hacer chavismo en Argentina», pensé con un cierto optimismo.

Recordé aquel texto de nuestro gran Jorge Luis Borges, “El último domingo de octubre”, escrito en 1983. Allí desanda su escepticismo con la política, el genio se muestra esperanzado con la naciente democracia. “Renacerá en esta República esa olvidada disciplina, la lógica…La esperanza, que era casi imposible hace treinta días, es ahora nuestro venturoso deber”.

En esta elección tal vez no haya ganado Fernández tanto como la república y la democracia. Sería una buena noticia. Citando a Borges otra vez: “Lo que fue una agonía puede ser una resurrección”.

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