Manuel Antonio Muñoz Borrero, Justo entre las Naciones

María Rosa Jurado.

María Rosa Jurado

Guayaquil, Ecuador

“Es lindo, léelo”, me dijo mi hermana María del Carmen con los ojos brillantes respecto al libro “Ahora que cae la niebla”, la biografía novelada por Óscar Vela,  de la vida de Manuel  Antonio Muñoz Borrero, nombrado por el Estado de Israel “Justo entre las Naciones”, por haber salvado del exterminio nazi a alrededor de mil judíos durante la Segunda Guerra Mundial. Ella y yo normalmente intercambiamos libros, pocas son las veces que no hemos coincidido. Esta no fue la excepción.

El libro es precioso, por lo bien contada que está la historia, por la personalidad del protagonista, un abogado y servidor público cuencano, que desempeñó el cargo de cónsul del Ecuador en Suecia en tiempos del Holocausto.

También es reconfortante e inspirador leer sobre su bonhomomía, su lealtad, su desapego de las cosas materiales, su humildad, su perseverancia en servir a los demás, aún a riesgo de su propia vida. Sin haber aspirado nunca a ninguna gloria, sino, simplemente al callado y fiel cumplimiento del deber.

La posición diplomática de Manuel Muñoz le daba la posibilidad de entregar pasaportes ecuatoraianos a los judíos que habían sido declarados apátridas y que desesperaban por abandonar la locura de Europa y llegar a salvo a América del Sur con un pasaporte válido.

Todo comenzó cuando un vecino de su barrio, el rabino Jacobson, quien había llegado a Estocolmo con su familia, huyendo de la ocupación nazi en Noruega, lo visitó en su departamento y le comentó la gravedad de la situación de los judíos polacos confinados en guetos, y desde allí trasladados a campos de concentración, y que desde la ocupación alemana habían sido declarados apátridas y tenían muy pocas posibilidades de huir a otros países y salvarse.

En aquellos momentos, el gobierno ecuatoriano era afín a la causa alemana y había un gran desconocimiento de los horrores del nazismo.

“Los alemanes nos están matando”, le dijo Jacobson, «el plan de Hitler es la exterminación de los judíos».

La respuesta de Muñoz fue: ¿En qué le puedo ser útil? Con esa respuesta selló su destino.

Todos los seres humanos, en algún momento de nuestras vidas nos veremos en la encrucijada de contestar la pregunta que más definirá nuestra existencia. La que en el fondo es: ¿Estarás con Dios o sin Él?

Reflexionaba sobre eso a finales de marzo, cuando en medio de esta horrorosa pandemia en Guayaquil, caí enferma de coronavirus, y hubo un momento en que temí enfrentarme a un panorama de muerte inminente. Yo he estado ya dos veces desahuciada: por peritonitis cuando tenía 16 años y por pancreatitis a los 34, y nunca había temido morir. No temo a la muerte en sí. Pero en esta ocasión, la posibilidad de morir sola en un hospital entre miles de otros enfermos, de que me enterraran en una fosa común y de que mis familiares no tuvieran una tumba que visitar, un sitio donde depositar una oración o una flor, me hizo romper en llanto.

Y entonces me asaltó una preocupación. ¿Sería yo capaz de salir bien del cuestionario que nos dejó Jesús hace 2000 años. Señor, ¿tuviste hambre y te di de comer? ¿Estuviste preso y te visité? ¿Tuviste frío y te vestí? Esa pregunta sí me quitó el sueño. ¿Seré yo de los benditos que irán a la derecha del Padre o no, Señor?

Esa pregunta no debió hacerse nunca Manuel Antonio Muñoz Borrero y sí se la hizo, fue ociosa. No sólo es “Justo entre las Naciones» como lo declaró el Estado de Israel, sino que es un bienaventurado, digno de contemplar el rostro de Dios.

Ha habido momentos que al leer el libro, he tenido que sacarme los lentes para desempañar los cristales y me he dado cuenta que estoy llorando. Es tanto el dolor y la miseria humana que se asoma entre las páginas que las lágrimas se escapan sin poderlas detener.

Es también una novela de suspenso, de espías, de aventuras increíbles, de amores apasionados, de intrigas políticas, de persecuciones,  de hechos históricos que cambiaron al mundo.

Realmente, una novela digna de recomendar a otros, sobre todo,  resulta de inspiración  en estos tiempos aciagos para el Ecuador, en que los escándalos de corrupción parecieran no terminar y cuando el becerro de oro tiene más adeptos que nunca.

Es reconfortante y alentador saber que en esos tiempos terribles contamos con un Manuel Muñoz Borrero, haciendo el bien por el mundo, sin que su mano derecha supiera lo que hacía la izquierda.

Y saber que todavía hoy, entre los ecuatorianos, hay padres de familia que se levantan todos los días a buscar honradamente el sustento para sus hijos, empresarios serios que se juegan todo su patrimonio y su salud por sacar adelante a su empresa y a sus trabajadores,  servidores públicos que ni roban ni son desleales con su institución, cristianos que,  pese a todas las dificultades no dejan de acudir a misa ni de rezar por un mundo mejor.

El nombre y el recuerdo de este gran hombre se eleva y brilla  como el sol en el cielo patrio  por sus virtudes de hombre íntegro, sencillo, leal, inteligente, discreto, pero sobre todo bueno. Aunque en estos tiempos sea una virtud malvista, por aquello de que “el bueno es tonto”, como si la maldad pudiera ser producto de la inteligencia. 

Fue por esa bondad y esa compasión que Dios lo puso en  Suecia en los momentos que más podía servir a ese país y al mundo entero.  Y a la que él respondió con sí generoso, que hizo de este un mundo mejor y más humano.

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