Opinión

Extremos de la vida

Por Joaquín Hernández
Guayaquil, Ecuador

En el Madrid de comienzo de los años cincuenta del pasado siglo, Dionisio Ridruejo descubre de improviso la invasión de luz con que se anuncia en la capital española la llegada de la primavera estallante y sin anuncio. No dura mucho la revelación, –un día quizás–, pero es suficiente para transformar la vida: el día se vuelve de oro puro y mariposas y la felicidad se proclama en el rostro de las mujeres que parecen recién nacidas, recién despiertas del sueño invernal que las había tenido enterradas en lana. Pero Ridruejo no pretende en prosa hacer una evocación del Madrid de aquel lejano rimero de días señalados con piedra blanca, excitantes a la felicidad. Si algún privilegio tiene ese día de primavera es el de resucitar a los muertos. A los muertos que por supuesto, evocan esa eclosión de luz y de felicidad. La felicidad, recuerda Ridruejo, extrovierte mientras el dolor encoge y cierra.

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