Latinoamérica y la revolución de los valores

Por Martín Santiváñez Vivanco
@viejoreino

Hace unos días, invitados por Jaime Mayor Oreja, vicepresidente del Grupo Popular Europeo, varios líderes y representantes de parlamentos, partidos políticos e instituciones académicas se reunieron en Bruselas con el objeto de analizar las raíces de los problemas globales que padecemos. El seminario, convocado bajo el lema «Hacia la regeneración: Iberoamérica y los valores para el siglo XXI», fue un primer esfuerzo concreto para delinear estrategias comunes contra la crisis de valores que amenaza a nuestras sociedades a un lado y otro del Atlántico. Hoy, son pocos los que niegan el hecho de que un poderoso relativismo se ha convertido en el signo distintivo de la civilización occidental. Todo, absolutamente todo se ha visto infectado por el virus de la levedad. También, por supuesto, la política.

Latinoamérica no es ajena a esta corriente disolvente. Por el contrario, la insaciable corrupción de nuestros políticos, la conversión de los Estados latinos en sendos emporios de ‘lobbistas’ y el cesarismo enfermizo y asfixiante reflejan el supremo desdén que sentimos por la ética. Sin principios, todo está permitido. La eficiencia sustituye a la conciencia. Desprovista de contenido valorativo, la democracia latinoamericana se convierte en el instrumento de cualquier megalómano con ansias de poder o de riquezas. Transformada en un conjunto de instituciones vacías, la democracia es fácilmente pervertida y dominada. En la raíz de muchos de nuestros problemas, en el origen del chavismo autocrático, en el centro del nepotismo y la corrupción estatal, en el meollo de la pobreza y la delincuencia está, sin duda, la depravación de los valores. La ola de crímenes que destruye las ciudades de todo el continente es el fruto de las pasiones putrescentes de una sociedad corrompida y de la inercia farisaica de un puñado de Estados viciosos. Nos quejamos de la viveza de los políticos, pero nosotros hemos fomentado, con nuestra desidia culpable, un clima moral que engendra este tipo de liderazgos nocivos. Renegamos de los crímenes de una clase dirigente pervertida y, a la par, aplaudimos el criollismo, «la pendejada», promoviéndola con complacencia y rodeándola de humor.

Latinoamérica necesita una revolución de valores. Más, mucho más que una revolución educativa. Podemos enviar a nuestros hijos a Harvard, Princeton o Stanford, pero si no promovemos el ejercicio de los valores, la educación privilegiada que adquieran sólo servirá para que las nuevas generaciones sean más eficaces a la hora de corromper o corromperse. El Presidente peruano, Alan García, en una reveladora conversación con Jaime Bayly le dijo que en política «la plata llega sola», lo que es tanto como afirmar que el dinero termina en el bolsillo de nuestros representantes en forma de coimas, sobornos y canonjías. Pues bien, los valores no llegan solos. Es preciso cultivarlos y transmitirlos. La economía de la región puede seguir creciendo, pero con ella aumentará la corrupción y el crimen organizado. Es por eso que los jóvenes, asqueados de tanta falsedad, desconfían de la política latina porque son conscientes de la doble vida de los líderes que nos gobiernan.

Vale la pena incluir en la agenda política la necesidad de una revolución de valores en el continente. Es mucho lo que un político honesto puede hacer por nuestras sociedades fomentando un liderazgo basado en la verdad. El ejemplo de Jaime Mayor Oreja terminará cundiendo en los países latinos, porque en todas partes hay gente con hambre de regeneración. La crisis política, social y económica que padecemos tiene un claro origen moral y así ha sido expresado en un documento fundacional nacido de los trabajos del seminario: «La declaración de Bruselas». Se trata de una pieza esencial que apuesta por la renovación ética del continente y con suerte puede convertirse en la primera piedra de un gran edificio regenerador. La importancia de los valores ha sido soslayada por discusiones técnicas, necesarias, pero parciales, carentes de una visión de conjunto. Los latinoamericanos con frecuencia hemos confiado la dirección de la política y las finanzas a sendos personajes de Fitzgerald, hedonistas y decadentes, sujetos que han hecho de la vida pública una prolongación natural de sus oscuras ambiciones particulares. Y eso tiene que acabar.

La auténtica regeneración democrática no se agota en la dimensión procedimental. Por el contrario, está íntimamente ligada a un conjunto de valores que dotan de contenido a la democracia. La política latinoamericana precisa de una ética vigorosa que combata el flagelo de la corrupción y la desigualdad. Dicha ética ha de materializarse en el retorno a la política de la verdad, una verdad capaz de superar el relativismo que ha servido de caldo de cultivo a unas sociedades podridas y en grave peligro. Si no promovemos los valores, aunque exista una bonanza económica, nuestros países se depravarán lentamente y permanecerán esclavizados a sus taras seculares: la desigualdad, la miseria, el autoritarismo. Combatiremos las consecuencias, buscaremos soluciones coyunturales al crimen, al narcotráfico, al radicalismo y la pobreza, pero mantendremos intacta la raíz nihilista del problema social. Hace falta una ‘metanoia’ pública que frene la desintegración de nuestras comunidades políticas. O asentamos la democracia latina en valores eficaces o nos acostumbramos a vivir en una cueva de ladrones. A ver cuántos políticos tenemos con auténtica voluntad de conversión.

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