La cueva de Platón

Por Bernardo Tobar Carrión
Quito, Ecuador

Hombres en una oscura caverna, mirando solo una pared, pues cadenas les impiden hacerlo en otras direcciones; a sus espaldas hay objetos manipulados, que por la luz de una hoguera todavía más distante proyectan sombras sobre el objeto de su limitado ángulo visual. Habituados a este mundo cavernoso, para estos hombres la «realidad» son las sombras que bailan al vaivén caprichoso de las llamas. Si pudieran liberarse de las cadenas y volverse, apreciarían que las sombras no son más que un juego de luces; y si se aventuraran por la rampa empinada que conduce al exterior, conocerían un mundo amplio, un horizonte sin fin, el origen mismo de la luz, el Sol. Y quien logra salir intenta al cabo regresar, medio cegado por la luminosidad, para rescatar a sus compañeros; pero los más se resisten.

De esta alegoría se sirvió Platón para explicar la dificultad que tiene el ser humano para ascender a la luz del conocimiento y liberar a otros de las cadenas y sombras de la ignorancia. Se aplica perfectamente al debate ideológico actual -o quizás sea más acertado decir a la ausencia de debate-, donde izquierdas y derechas, aunque desde ángulos diversos, no alcanzan a ver más que las sombras que se proyectan sobre ese muro llamado Estado, donde comienza y acaba todo horizonte de reflexión. El Estado es la referencia de las etiquetas ideológicas: al extremo de la izquierda, quienes lo ven como el elemento esencial para el bienestar, mientras el mercado no es más que un mal necesario, que debe ser limitado tanto como sea posible; y al otro extremo, pues lo mismo pero al revés, que el mercado es la base del bienestar mientras el Estado debe tener apenas un rol subsidiario. Los del centro, aunque balanceados, siguen en la cueva.

Planteado así el escenario cavernoso y medio en tinieblas nos habituamos, por ejemplo, a discutir sobre cuál modelo de desarrollo debía contemplar la Constitución. La derecha -si alguna existe en el País-, con voz inaudible planteaba uno basado en el Consenso de Washington, y terminó aprobándose, por la izquierda, el buen vivir, que en síntesis no es otra cosa que la subordinación de los derechos individuales a los derechos colectivos, a lo público, a la tutela estatal y hasta a la misma naturaleza, nueva deidad. Pero más allá de la respuesta que prevaleció, el país ni siquiera se cuestionó si la pregunta misma no era una trampa inútil: ¿necesitamos que la Constitución adopte un modelo de desarrollo específico, que por bueno que parezca en la coyuntura termina siendo una camisa de fuerza, el uniforme cívico cortado a la medida y colores planificados por la Senplades, que todos estamos obligados a vestir? La Constitución de Suiza no tiene una sola norma que le diga a la Confederación hacia dónde dirigirse, pues el buen vivir lo define cada quien. Salieron de la cueva hace tiempo.

Y en la cueva hemos perdido de vista lo más importante, la persona humana y su fin trascendente, pues antes que Estado, mercado, sociedad o comunidad, somos familia, y en la raíz de todo esto, un hombre y una mujer libres, titulares originarios de cuanto derecho existe.

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