
Por Joaquín Hernández
Guayaquil, Ecuador
El primer ministro sirio Riyad Hiyab acaba de apartarse del régimen que gobierna su país. «Anuncio hoy mi defección de la matanza y del régimen terrorista y anuncio que me he unido a las filas de la libertad y la dignidad. Anuncio que a partir de hoy seré un soldado de esta revolución bendita» fueron sus declaraciones mientras el ejército sirio se aprestaba, -de nuevo, – a lanzar otro ataque, -¿no sería mejor llamarlo masacre?- contra los rebeldes en Damasco. Indiferente al parecer al terror que pronto va a llegar, una bandera rebelde ondea al viento en el barrio de Ruknedin en Damasco.
Ciertamente, la «primavera árabe», de la que todos somos testigos y de alguna manera actores, se identifica con estos hombres y mujeres anónimos que luchan contra el despotismo del régimen, que no hace sino utilizar sus letales armas de combate para castigar a la población civil mientras las potencias mundiales son incapaces de llegar a un acuerdo por la magnitud de los intereses en juego.
La tragedia de Siria, de la gente inocente que muere víctima de los bombardeos y de la violencia del ejército de su país, reside en su importancia geoestratégica en el Medio Oriente. Rusia y China tienen intereses concretos, específicos; no defienden ninguna causa de libertad, como algunos confundidos creen todavía. Se trata simplemente de juegos de poder. Los EE UU y Europa, por supuesto, tienen también sus intereses y participan del conflicto por el poder. ¿Por qué apoyar entonces a Moscú y no a Washington o viceversa? La única respuesta moralmente aceptable es analizar cuáles serían las consecuencias más favorables o menos desfavorables para la dignidad humana de la ciudadanía siria, por una parte, y más acordes con los principios democráticos que se supone sustentamos y defendemos, por otra, de las salidas que, en nombre de esos intereses propone cada bloque de potencias. En el caso de Moscú y de Pekín la conclusión es clara: apoyar al régimen de Bashar al Assad y por ende justificar su represión. Y por supuesto, darle el visto bueno para que gobierne indefinidamente.
En el caso de las potencias occidentales, por lo menos un margen de libertad: una mayoría de la población siria no quiere más a este régimen así sea por razones culturales y políticas. Tienen, por lo menos, la posibilidad de organizarse, de discutir y de elegir su destino en medio de la presión de los intereses en juego. Pueden también elegir la democracia. En el otro caso, nunca.
La impotencia del régimen sirio es evidente: el que llega a exterminar a su propia población por la fuerza no tiene ninguna legitimidad ni argumento moral que exhibir. La ola de deserciones y acusaciones, la del ex –primer ministro no es la primera ni será la última—es un buen testimonio de que el régimen se desmorona pero no por falta de fuerza de destrucción o por debilidad militar, sino simplemente porque perdió en tantos años su capacidad de dirección y control y no le queda más que la represión. Destruye en nombre del pasado. El presente es, como hubiese dicho Camus, la esperanza que hay que reconstruir.