¿Qué camiseta defendemos?

Bernardo Tobar
Quito, Ecuador

Hincha es la persona cuyo ánimo depende del mérito de otro, según ya lo dijo alguien con la agudeza suficiente para resumir esta patología socialmente aceptada. No estoy necesariamente en contra de las patologías, pues de algo hay que padecer, con excepción del peor de los males: la ilusión del perfeccionismo, ese espejismo que incapacita a muchos para reconocerse falibles, o les amarga la vida cuando lo comprueban.

Los hinchas no aceptan con facilidad los fallos de su equipo, como aquel que asesinó al futbolista colombiano que, en opinión del aficionado justiciero, frustró las expectativas de clasificación de su equipo nacional. E historias semejantes llenan la crónica roja de tiempo en tiempo, vestida ora de muerte blanca, ora de barra brava, o de cualquier violencia por quítame allá esas pajas -o camisetas-. Si mi natural aversión por el deporte de masas no me impidiera recordar muchos acontecimientos, tendría material para extenderme con lujo de detalles en este fenómeno tan popular: cómo defender la camiseta de un club deportivo puede provocar las reacciones más salvajes.

Y lo dicho del fútbol no dista mucho de lo que sucede en cualquier otro deporte. Aunque nadie se agarre a bastonazos, la congregación formada en torno al hoyo 18 para celebrar, cual milagro de la Virgen del Quinche, la entrada triunfal de una bola en un agujero, es conmovedora. Que los deportistas implicados en la hazaña dejen su afectación flemática para simular por un segundo que disfrutan de la vida, es entendible; pero que los turistas y espectadores se precipiten en una rabieta de llanto, saltos, bailes y abrazos con aire épico, merece análisis aparte.

Hemos llegado a un punto en el que solo el deporte y el espectáculo parecen despertar pasiones y movilizar a la gente. Alguna vez acompañé a mi hijo, motivado más por prevención filial que por curiosidad musical, a un concierto de Charly García, que en anterior visita se había apuntado, cual marca de batalla de general heroico, una escaramuza con la fuerza policial, detención de por medio. Aunque debo confesar que el tipo posee un talento artístico singular, tan extremo como su genio deschavetado -lo cual es mucho decir-, el fenómeno se volvía a repetir: muchedumbres extasiadas, fuera de sí, coreando frenéticas los himnos iconoclastas. Si García volvía a infringir la ley, hubiera sido linchado cualquier agente del orden que osara ponerle las manos encima. Y si García tenía 30 años menos, se llamaba Lola, Shakira o Jennifer y usaba minifalda, se armaba la orgía de los ángeles…

Lo más curioso, sin embargo, es el contraste entre la pasión, la violencia incluso, con que la gente defiende la camiseta de su club deportivo o el derecho de su artista a pisar el escenario y cargarse la tapa del piano junto con el dogma del respetable, y la indiferencia ante el cambalache existencial, el trueque de creencias, donde toda regla se ha convertido en objeto de prendería, todo vale. Cuando se trata de la defensa de la familia, de la vida de los no nacidos o de cualquier otro valor sobrenatural, muchos corren a esconder su camiseta bajo el relativismo acomodaticio. Nadie toma partido.

* El texto de Bernardo Tobar ha sido publicado originalmente en el diario HOY.

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