Huellas de Quito

Bernardo Tobar Carrión
Quito, Ecuador

En pocos meses se hubiera celebrado una vez más, siguiendo varias décadas de tradición y siglos de mestizaje, la Feria de Toros de Jesús del Gran Poder. Este festejo, que ya no se va a poder, joder, fue elemento esencial de la identidad de la capital ecuatoriana, guste o no a sus detractores. Hoy el Quito que queremos es el que apenas podemos, una ciudad cuya mitad quiso mimetizarse con el verde predominante del urbanismo latinoamericano en boga. Es un verde de mentirijillas, de noveleros seducidos por la onda alternativa, de defensores de los animales que no han tenido jamás el privilegio de criar alguno, de mayorías dudosas que no toleran lo que no entienden y buscan imponer su credo a todos.

A Quito le quedan características de cualquier otra capital latinoamericana que se precie: infernal tráfico, estadios y fútbol, coliseos y parafernalia mediática, alcohol, marihuana y coca a discreción en la Foch y sus satélites, discotecas con música indefinible donde es fácil morir en caso de emergencia, algunos parques donde muchos se ejercitan siguiendo la moda light, ciclistas que mueren aplastados por conductores profesionales, espacios de apropiación colectiva. En suma, las ofertas comunes a cualquier ciudad, a una ciudad en la que es aceptable ser parte de la masa y censurable diferenciarse.

Cierto que la topografía de la ciudad es envidiable, salvo para los que se aventuran en bicicleta: lomas, volcanes, valles, planicies, en una irregularidad que resalta la caótica arquitectura y la inexistente planificación, que permite ver a la Virgen del Panecillo desde los cuatro puntos cardinales, donde cada atardecer presenta un despliegue de fuegos silenciosos que encienden cúpulas coloniales, balcones, edificios y estrellas, tan intensas en el cielo ecuatorial. Y cierto también que adentrarse en el casco histórico, el más grande y mejor preservado del Continente, con museos excepcionalmente visitados por sus habitantes, es una inmersión en las páginas, leyendas y sabores de antaño, esos que se borran de la mano de la moda.

Salvo el Centro Histórico que apenas visitan los turistas en su paso a Galápagos –tan dependientes los ecuatorianos de las dádivas de la Naturaleza que unos pinzones siguen prevaleciendo sobre el factor humano y la cultura-, Quito va perdiendo su identidad, y la mutilación de la tradición taurina supuso mayor pérdida que la de un festejo en el calendario, fue un símbolo, como el puntillazo que despachó al matadero de la incultura los rezagos estéticos de una ciudad que renegó de sus señas particulares. Los toros volvían a Quito única –la mejor feria de América se decía, y lo era-, un destino diferenciado de otras urbes, un verdadero pozo de poesía intemporal, la que se hace de pasión, muerte y tragedia, las puertas directas hacia la vida y la luz.

Temporalmente, esta ciudad que algún día fue llamada Luz de América, se ha rendido a la corriente, esa tendencia descastada que hace del ecologismo objeto de adoración con el mismo entusiasmo con que abraza el relativismo y defiende a rajatabla el derecho de cada persona a hacer lo que le plazca con su cuerpo…siempre que no asista a los toros.

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