Quemando el año

Juan Jacobo Velasco
Mánchester, Reino Unido

Es curioso cuando uno explica a otros, en un idioma distinto, la costumbre de quemar el año viejo, lo que implican los testamentos, las viudas, la pedida de caridad, entre tantos detalles que hacen de la ecuatoriana una celebración única. Mientras se rememoran, los recuerdos se apiñan teniendo como fondo el tono naranja que cobra el horizonte de cada ciudad a la medianoche. La hecatombe es una pira gigantesca que consume no solo a los viejos y a la historia grande o pequeña que los monigotes evocan a nivel nacional o local, sino también a una parte de nosotros mismos, que se hace, literalmente, cenizas.

Mientras trato de recordar y explicar en su real dimensión el evento, me doy cuenta que el fuego es un elemento que marca como ningún otro. El calor se lo lleva prendido en la piel. El resplandor queda grabado en la retina, junto a los abrazos de tantas personas, que están o que no. El Ecuador, en la transición entre el año que muere y el que empieza, es un incendio necesario cuya piromanía nos remoza a los ecuatorianos, en un ejercicio de purificación social.

Es de las pocas cosas que hacemos todos, sin distinción de edad, sexo, nivel socieconómico, región ni creencia. Nos sentimos uno solo, creyendo que esta costumbre nos devolverá un atisbo de esperanza que empieza por la alegría de los abrazos sinceros que compartimos con el resto de la familia o del barrio. El ejercicio de explicar y traducir esa experiencia a otros que no la han vivido se vuelve imposible en la práctica. Esa es la gracia de las costumbres: cobran sentido en un contexto y un momento muy particulares. Pero por el efecto de la repetición y el significado personal o social, adquieren un valor distinto.

El fin de año es, para la humanidad, un momento de transición que nos lleva a reflexionar, a evaluar lo hecho, a pensar en el futuro y a hacernos promesas. El fin de año, para los ecuatorianos, es todo eso en el marco de una serie de costumbres comunitarias o familiares que le dan un sabor inolvidable, intraducible e inmaterial.

A propósito de las iniciativas que buscan rescatar el patrimonio material e inmaterial del país, me parece que las costumbres de fin de año serían un excelente objeto de estudio y recuperación patrimonial. Si bien hay iniciativas muy puntuales en algunas provincias, hay costumbres, como los años viejos de aserrín, y personajes, como las viudas, que parecieran correr serio “peligro de extinción”. El fin de año en el Ecuador puede ser un excelente imán para el turismo, sobre todo si el reconocimiento patrimonial y los esfuerzos por rescatar nuestras costumbres, toman una forma institucional y obtienen el financiamiento para conectarlos con otras estrategias turísticas.

Si hay algo que nos une y estamos orgullosos los ecuatorianos, es nuestra manera de despedir el año. Esa experiencia es más enriquecedora y divertida que otros destinos que se venden como la panacea de las celebraciones de fin de año.

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