Narciso renacido

Abdón Ubidia
Quito, Ecuador

Narciso(…) no sabe lo que ve.
Ovidio. Las Metamorfosis

El presente texto tiene tres propósitos declarados: 1) Exaltar al artista como una figura arquetípica del mundo. 2) Señalar las condiciones que esa figura del mundo cumple para ser reconocida así. 3) Denunciar al curador comisario cuyo rol, nada inocente, ya nos ha fatigado por demasiados años.

¿Es legítimo usar un mito clásico ―griego y latino― como punto de partida para ejercitar nuestras propias reflexiones?

Pues, sí, en la medida en que nos es familiar y todos lo conocemos y ocupa un lugar destacado en la cultura universal que ahora se pretende global. Renunciar a él sería como desconocer el lenguaje que hablamos porque no nació en estas tierras.

Como lo mostraron, entre tantos más, Freud, Lacán, Kristeva, Narciso es un elemento propio de la condición humana.

Podríamos ensayar varias lecturas vernáculas del mito de Narciso. Preguntarnos, por ejemplo, qué encuentra, en el reflejo suyo que mira obsesivo, un Narciso amestizado, indígena, negro, o simplemente colonizado o neocolonizado?

¿Es su rostro el que descubre en su reflejo, o el rostro de un «Otro» impuesto o asumido como propio?

Franz Fanon y Sartre y, entre nosotros: Agustín Cueva, Fernando Tinajero, Bolívar Echeverría y, ahora, el grupo Troncal, en un importante libro colectivo que se llama Desenganche, cuya lectura recomiendo1, tratan de eso: no del reflejo de Narciso ―que sólo es una modesta especulación mía―, pero sí de los reflejos falsos que la mirada colonizada nos impone.

Como todos ellos se han ocupado del tema con más autoridad que yo, en esta ocasión buscaré una entrada distinta a la relación inagotable del artista y su reflejo.

Empiezo, pues:

Que en todos los artistas, mientras ejecutan su arte, es decir, mientras «hacen» su arte, mientras son “artistas”, habita Narciso, todos lo sabemos. Cada obra es su reflejo. El mundo se subsume en su propia mirada. Se sintetiza en ella. Como Narciso, niega al mundo pero el mundo se le impone. Lo prueba ese reflejo: cuando se ahogue en él, el mundo continuará imperturbable. Pero sólo en ese momento, será de verdad Narciso, el que advirtió demasiado tarde, con su último suspiro, que el mundo existe. Y que existe él en el mundo que lo recordará así. Es decir que Narciso sólo sabe quien es al borde de la muerte. El artista es un Narciso que siempre vive al borde de la muerte. O sea que es un Narciso con conciencia de serlo. Su reflejo es su muerte diaria. Él se sumerge en cada obra como en su reflejo. Morirá con ella pero por ella perdurará. Como la flor ―llamada así― que cuenta Ovidio. O como la huella de su acto creador, como decía Pollock. Pues con cada obra terminada el artista de carne y hueso muere. Vuelve a su nada y a su vacío. Apenas será un individuo cualquiera. Será el que fue. Por eso necesita de la siguiente para rehacerse. Es su nueva y siempre última bocanada de oxígeno. La que le permitirá existir de nuevo ―gracias a ciertas condiciones especiales suyas que luego diremos― y echar una mirada al pasado y ver su historia y saber que es única. Y bella como su reflejo. El artista, en el momento de la creación, es un ego estrepitoso. No hay artista sin un yo fulgurante. Es su única verdad. Su única posesión.

Pero, además, en Narciso, en ese yo único, está el mundo. El artista no sería nada sin su entorno. Sin la historia que lo cerca. Sin los deseos que lo acosan. Son los otros quienes le dicen que es bello. En el viejo mito, son la ninfa Eco y el joven Aminias quienes lo desean. Por ellos, Narciso sabe que es bello. Y sabe “lo que es bello” en su época. Por Eco y Aminias, se ama en su belleza clásica. Cuando pasen los milenios serán otros patrones los que cambien la mirada del deseo del mundo. Y él tendrá que obedecerlos. Su rostro se deshará y cambiará conforme cambie su manera de representarse. Y de representar al mundo que lo acosa.

Narciso solo tiene sentido en la mirada de los otros. Son los otros quienes lo constituyen. Es por los otros y para ellos que se sabe Narciso y que actúa como él. Somos los papeles sociales que representamos y que la sociedad nos asigna. Además de que siempre vemos lo que creemos ver.

Sin los modos de representarse (es decir: sin la mirada que cada época le impone), Narciso no sería Narciso. Pero tampoco sin toda la herencia histórica acumulada que tiene tras de sí. Narciso, es decir, el artista verdadero, célebre o anónimo, no sería nada sin el mundo que le hizo posible. El artista completo, que no ignora las falsedades de su época ―como decía Van Gogh―, está enterado de esa condena: de otro modo, en el extremo, no hubiesen nacido ni Los desastres de la guerra de Goya, ni la Guernica de Picasso, ni el muralismo mejicano, ni nuestra pintura indigenista. Pero tampoco las otras representaciones que la sociedad ama o teme pero demanda: los paisajes, los retratos, los desnudos y las naturalezas muertas. Y las guerras, la muerte, los sueños. Y las abstracciones también. Porque en la representación ha de estar lo representado. El reflejo de Narciso sólo vale porque Narciso existe. Porque une una representación y un referente concretos.

La gran magia del arte consiste en que podemos asomarnos a lo que Narciso miró y aceptar que lo miró es su reflejo. Su representación. Y conocerlo por él. Y por ella.

Porque, en estricto sentido, dentro del mito, nadie pudo jamás ver lo que Narciso miró en las ondulantes o quietas aguas que lo repetían: si miró lo que miraron los suyos: su belleza clásica. O miró lo que creía ver, lo que deseaba ver o lo que temía ver: deseo o displacer, esplendor o soledad, felicidad o sufrimiento de esa soledad. O la mirada amenazante o deseante de los otros*. En una palabra, todo aquello que luego constituirá también la mirada del artista.

Cualquier especulación es posible. Porque a nosotros nos ha sido dada la posibilidad de reconocerlo no en su ser sino en su quehacer. En los reflejos que nos ha dejado.

El Narciso moderno miró otra cosa.

Aquí cabe una digresión: el arte moderno ha hecho suyas verdades que la gran literatura ha admitido siempre y que podemos sintetizar en tres aforismos: 1) Lo bonito nunca es bello, de Wittgenstein. 2) La belleza es aquel grado de lo terrible que todavía podemos soportar, de Rilke y 3) El arte es el lenguaje del dolor, de Adorno. A lo cual debemos sumar lo que ya sabemos acerca de las matrices del arte moderno: lo feo como fuente de lo bello, la obligación de lo nuevo y experimental, la originalidad como valor absoluto, la obra inacabada contra la ars finita, etc.

El Narciso moderno miró, pues, otra cosa.

Puede ser que algunas de esas consignas se hayan agotado, o ya no sean hegemónicas, y que otras, que algunos llaman posmodernas, empiecen a cambiar la mirada del artista, confundido ahora con tantos y veloces avances tecnológicos.

No importa.

Porque nosotros sí asistimos al triunfo y decadencia del arte moderno y encontramos en los grandes artistas modernos, nacionales e internacionales, ególatras que triunfaban en el mundo no sólo por su genio sino por su egolatría. Pues hay que decir que eso, aquel narcisismo elocuente de Dalí, Picasso y muchos latinoamericanos y ecuatorianos, era preferible a la anomia actual de la mayoría de los artistas contemporáneos. Las anécdotas de Dalí ya son parte de su folclor personal y nos divierten y en nada perjudican a su bella obra.

Con todo y eso, el artista es una figura del mundo desde siempre. Insistimos en su narcisismo solitario, aceptado por los suyos. Una figura distinta, diversa, dueña de un poder y un saber que la comunidad reconoce.

Y aquí abandonemos ya la metáfora provocadora y vayamos al contenido que queremos transmitir.

En las cuevas de Lescaut, hace 28 mil años; en las de Altamira, hace 15 mil años, los autores de esas joyas de la pintura rupestre se distinguieron del resto de los miembros de sus tribus porque justamente las pudieron hacer gracias a que cumplieron ciertas condiciones: su gusto, don, pasión, concepto y oficio. No importa si su motivación fue mágica o ritual. No cualquier cavernícola las hizo. Las hizo, en cada caso, un artista.

Lévi-Strauss dice que, en los llamados pueblos primitivos, los miembros de la comunidad distinguen bien a sus artistas. Aunque luego, los ojos extraños ―léase: occidentales― los tornen anónimos. No lo fueron. Sus comunidades los reconocían bien2.

Como siempre ha ocurrido: si Walter Benjamín habló del aura en la obra de arte, también podemos extender la idea y hablar del aura del artista, su aquí y ahora en su sociedad.

No cualquiera sería, luego, un Bosco, un Miguel Ángel o un Goya. Primero fueron conocidos por los suyos.

La inútil desconfianza que suscitó, en un momento histórico preciso, la categoría de genialidad, sólo fue obra, en buena parte, de la mala lectura que ciertos críticos hicieron de un conocido libro de Walter Benjamin3, en donde se la ligaba a los exabruptos fascistas de su época.

Si no llamamos genios al Bosco, a Velásquez o a Dalí o a Picasso o a Bacon, o ahora, a Plensa, no pasa nada: de todas maneras, ellos se consagraron solos por su condición especial de artistas, es decir, de seres únicos dotados, de modo eximio, de esas condiciones primarias que volvemos a repetir: gusto, don (dote o habilidad propia para traducir a la forma ese gusto, algo muy fácil de descubrir en los músicos), pasión (o persistencia), concepto y oficio. A otros, artistas de viejas culturas, ni siquiera les fue dada ―»rescatada» para nosotros―, la posibilidad de un nombre. Pero sus obras africanas, asiáticas, y cómo no, precolombinas, están allí para demostrarnos que existieron. Sus obras son sus nombres.

En otro momento, nos veremos obligados a tratar, por separado, estas condiciones necesarias.

Por ahora, vale decir que el presente texto no tendría sentido en otra época que ésta, cuando la figura del artista ha sido disminuida y casi suprimida por ciertos malentendidos o políticas culturales que han buscado anularla. En una época en que ya nos resulta difícil compararlo con un Narciso. En una época en la cual, incluso hay artistas urbanos que se refugian, por voluntad propia, en la anonimia buscada, a modo de protesta, de colectivos rebeldes y marginales5.

Concretamente, por todo lo que una tendencia ―muy difundida y defendida desde los grandes centros de poder del arte actual― ha hecho para destruir la figura del artista como un referente fundamental de la sociedad. Un referente incómodo y, en el arte moderno, casi siempre rebelde. Me refiero a lo que se ha llamado, por algunos curadores y críticos como neoconceptualismo, reciclando un término que estuvo de moda en los años sesentas, el arte conceptual, con figuras muy respetables como Beuys, Manzini, Rauschenberg, Christo, todos nietos de Duchamp. Pero, además vaciándolo de sentido.

De pronto, Narciso cambió de rostro. No sólo de rostro, también de cuerpo y lugar.

Porque la supresión de la figura del artista elevó al curador, de improviso, decimos, a la categoría de artista de artistas. Si antes, (y aún hoy) con su necesaria intervención y nadie la discute, curaba lo que ya existió (y su nombre originario fue el de conservador de arte); ahora cura, como todo un comisario4, lo que debe existir. En las bienales, los artistas hasta deben someterse al tema que el curador les impone. El mundo al revés. Pero lo más sospechoso e incómodo es que, en general, estos novísimos curadores auspician y se acogen al neoconceptualismo (y un sin fin de corrientes aledañas que tienen otros nombres pero que, en esencia son neoconceptuales) como única tendencia posible. Nadie está en contra de esa línea del arte actual. Pero debemos reconocer que es una entre tantas. Actuales y heredadas. Y que el mundo es demasiado vasto como para que se agote en una sola tendencia o en una sola mirada. Más aún si es impuesta, como hemos dicho, desde los grandes centros de poder mundiales o municipales. Parecería ser que lo que nos enseñaron los primeros artistas modernos, su autonomía, su libertad, no ha servido de nada.

Yo he escrito estas líneas un poco sometido a la presión de tantos artistas verdaderos que ya empiezan a reaccionar en contra de los excesos de las curadurías actuales. Son muchos. Incluso, algunos curadores profesionales también. Artistas, como Ernesto Proaño, quizá el más radical, hasta han llegado a ironizar duramente, en una exposición que llamó así: Configuraciones (2005), los excesos de la curaduría actual, exhibiendo, como muestras de un arte ya desenmascarado, textos de curadores, algunos pintorescos como el de Guadalupe Álvarez, otros, intrincados y, desde luego, otros también, reflexivos e inteligentes. Fue, como si, en dicha muestra, el ratón atrapara al gato. ¡Los curadores curados por un artista! La fábula del cazador cazado, en vivo y en directo.

Ya era hora, porque el concepto ya ni siquiera es potestad del artista. Ahora, el nuevo curador, asumido Narciso, se mira el ombligo e impone el concepto que deben seguir los artistas que participan en las bienales, por caso, si quieren no sólo ganar una distinción sino inscribirse en ellas. O sea que, en el fondo, el curador se cura a sí mismo, y se permite, con exhaustivos prólogos ―y recursos oficiales, claro―, decidir lo que los artistas, adocenados por él, deben cumplir porque todo está ya dicho en la convocatoria o propuesta curatorial.

Desearía que no haya equívocos en lo dicho. No quiero, por nada del mundo, descalificar trayectorias personales respetables y de acción diversa de curadores, historiadores del arte y críticos conocidos. Quiero mostrar, sí, la figura del novísimo curador comisario del llamado arte contemporáneo (con independencia de su formación, profesión, o merecimientos) en un contexto claro: como una representación en presencia, que pertenece a un evento concreto, y como el rol que actúa en ese evento, en el acto puro de curar según una consigna o unas atribuciones, ahora muy cuestionadas y cuestionables. Juzgarlo en ese escenario fantasioso y, a veces, espectacular que, a veces, copiamos, sin mala fe, ingenuamente.

Ha llegado la hora de denunciar la miseria del arte propiciado por los grandes centros de poder del arte mundial. Estamos ya cansados de paredes hechas con grasa de liposucción, de cadáveres plastificados, de bienales y concursos que premian sábanas ensangrentadas, cartones mugrosos o lámparas viejas.

Ha llegado la hora de decir, por fin: ¡El rey está desnudo!

Porque, como bien anota un filósofo de la talla de Mario Bunge: ¿Qué ha quedado de tantos textos, incluso cuando fueron escritos por los grandes artistas modernos para explicar su arte? Ya reposan en el olvido, y muy pocos especialistas los conocen; no se diga de los miles de propuestas que los curadores comisarios han impuesto a los artistas de hoy…

Este es un llamado, quizá desesperado, para que el artista recupere su ego, su narcisismo, ahora tan disminuido. Para que trabaje en lo suyo y lo defienda y exalte, para que recuerde que el ser y el hacer van de la mano y se conjugan. Pues artista sólo “es” mientras “hace”.

Y para que el curador vuelva a ser lo que su misión le impone: curar lo que ya existe y no lo que debe existir. Asomarse al “ser” y no al “deber ser”. No convertirse en un artista de artistas, un comisario, como lo califica Omar Ospina ―y otros más, a los que me sumo―, que favorezca una sola tendencia impuesta desde los centros de poder del arte mundial, sin que, por cierto, esta avasallante moda actual deje de tener implicaciones políticas y hasta geopolíticas.

Hay un libro fundamental, serio y bien documentado que todos los intelectuales deberíamos leer: La CIA y la política de la guerra fría cultural. Su autora, la investigadora inglesa Frances Stonor Saunders, desvela las estrategias que, con una campaña millonaria, la célebre Central de Inteligencia, posicionó el arte abstracto por sobre el figurativo durante los años de la guerra fría, en los 50s y 60s. Así trasladó al mundo del arte una disputa geopolítica real. La culpa no fue del arte abstracto, que ha existido siempre, y con momentos espléndidos como los que protagonizaron, en su hora, Kandinski, Malevich, Mondrian, y luego Viola, Rotko, Soto, tantos más. La perversión estuvo dada por el uso geopolítico que se hizo de ella. Por la manipulación que implicó, para empezar, con un artista fundamental, Pollock, quien nunca tuvo ni idea de cómo, de la noche a la mañana, de pintor bohemio y pendenciero casi desconocido, pasó a ser un artista de fama mundial.

En los años ochenta y noventa del s XX, con la caída del socialismo real, USA pasó a ser la única superponencia del mundo. ¿Podríamos extrapolar la idea y las pruebas de Frances Stonor Saunders y pensar que esa potencia, prefigurada desde antes de los ochentas como hegemónica y sin discusión, habría tenido también, como ocurrió con el llamado neoliberalismo, en varios campos y no sólo el macroeconómico, una política cultural y artística reconocible y dominante que se ha desarrollado de modo implacable a lo largo de casi tres décadas?

Cada quien es libre de pensar lo que quiera y desarrollar sus propias paranoias, pero al menos, aparte de la coincidencia temporal, hay una coincidencia de forma y otra de fondo que liga los términos neoconceptualismo y neoliberalismo. Los prefijos y sufijos serían la coincidencia formal. La otra, la de fondo, consiste en la supresión de los referentes básicos del mundo social y económico (sobre todo aquellos que, como dijo Bordieu, tienen que ver con los colectivos: Estado, sindicato, y hasta familia) y, desde luego de los otros: en la economía, el olvido de las relaciones de producción en aras del puro monetarismo y el mercado como medida de todas las cosas (y recordemos a Friedman); en la filosofía: el predominio de las representaciones por sobre lo representado (recordemos a Baudrillard y su idea de que los grandes referentes del Bien y el Mal, la verdad y la mentira ya no existen porque el mundo entero ya se había vuelto una sola representación). Recordemos a los politólogos que dijeron que no había diferencias entre izquierda y derecha. Recordemos a los antropólogos como García Canclini, quien, en su libro Culturas híbridas, borró las diferencias entre cultura culta, cultura popular y la cultura dominante de hoy: la cultura de masas. Era una misma consigna que propagó el mundo neoliberal: complejizar los discursos de modo que no fuera fácil ver que los significantes se habían desligado de los significados, porque el neoliberalismo no sólo fue (y es) tan sólo una doctrina macroeconómica, sino una cosmovisión que ha penetrado todos los órdenes del pensamiento, como tantas veces lo he dicho, en especial, en mi libro Referentes. Y luego, de otro modo, en mi novela La Madriguera, cuyo protagonista, un pintor consciente de que las claves del arte moderno estaban quizá agotadas y las posmodernas muy confusas, ya no quiere pintar.

Por suerte, el mundo ha dado una vuelta más y USA ya no es una potencia unipolar porque, aparte de su crisis y su decadencia, con el peso emergente de China, Rusia, India, Brasil, Sudáfrica, ya sobrevive apenas con una deuda que equivale a la totalidad de su PIB y un complejo militar-industrial que es el 5% de su presupuesto. Y, al decir de muchos, tampoco la CIA es La CIA que hoy tiene más ocupaciones que la de sostener una política cultural añeja e inútil.

Ver el Narciso de Caravaggio. ¿El reflejo de Narciso mostrado como un viejo barbado, tan distinto del adolescente lozano que lo mira, es su temor? ¿Es el propio Caravaggio y su deseo oculto? ¿Es el deseo de un deseo del que hablaba Freud? La pregunta vale: ¿Qué mira Narciso en su reflejo?

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1 Aunque, en algunos artículos de Desenganche, el estilo demasiado académico, desdiga, desde el lenguaje escrito, su crítica a los lenguajes visuales dominantes.

2 Claude Lévi-Strauss. Arte, Lenguaje, etnología. Entrevista con Georges Charbonier. Siglo XXI Editores. México. 1971.

3 Walter Benjamin. La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. Editorial Itaca. México. 2003

4 Omar Ospina. El Búho. No 8. Quito.

5 Elegir el anonimato puede ser un arma de doble filo: si por un lado, es una respuesta política muy clara ante los excesos de la sociedad individualista, del exhibicionismo, el consumo y el espectáculo, por otro, puede ser muy funcional al propósito que criticamos: la abolición o menoscabo de la figura del artista.

 

 

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