Rafael Larrea: del ojo a la memoria

Cristian López Talavera

Cristian López Talavera
Quito, Ecuador

«El poeta está obligado a dar voz a los vencidos, a los mudos.”
Gabriel Celaya

El surgimiento de un movimiento de vanguardia, denominada Los Tzántzicos, en los años 60 en Ecuador provocó una fragmentación en la estética del escenario literario; Diego Velasco explica que “El ambiente cultural del Quito (…) estaba sumido en el marasmo de los elogios mutuos entre los “aristócratas personajes” de una literatura pretendidamente culta”[1]. Este movimiento (reductor de cabezas) generó una poética irreverente, con voces nuevas y jóvenes inauguraron una nueva forma de concebir el arte. La revista Pucuna (1962-1969) fue el dardo con la que cuestionaban el status quo, el dardo por donde la voz del silenciado gritaba al oído del dictador.

Rafael Larrea (1942-1995) es un poeta tzántzico. Su obra trasciende fronteras del arte, fue combativo, “cantor de sueños y ternura (…) escritor que afinó su palabra en el diario batallar por la vida” (Yépez)[2]. Y esto lo confirma su libro póstumo: La casa de los siete patios, publicado por la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1996, donde la palabra poética afianza lazos con el pasado, con su eterno retorno. Siendo la casa y sus espacios el lugar donde edifica un símbolo de la infancia: “Que no les estorben las lágrimas/ Deben abrir los ojos para no perder el camino”. Rafael Larrea huye de ese mundo moderno, donde las casas (departamentos o suites) pierden identidad. Él sabe que las “casas” nuevas están muertas porque no tienen recuerdos.

Siete son los espacios que construye Rafael Larrea, pero ¿cómo trascender la visión existencial desde cada espacio en que el poeta habita? Desde la emoción se dirá el hablante poético: “Quien no ha vivido apasionadamente/ no tendrá refugio”. La casa es tangible, los recuerdos son la nada. La nada en que habitamos, surco que ingresamos y no salimos. Ahí queda el refugio, las esquinas dormidas, los leños secos, la música que canta. Convoca.

Gastón Bachelard, en su libro “La poética del Espacio”, a estos espacios en que el ser humano se posesiona, denomina el espacio feliz, este espacio amado que se recarga a sí mismo como una constitución edípica: el “yo” que habita la casa se identifica con su vientre materno: “Vamos juntos, bella/ vamos de la mano,/ verás cuántas cosas/ tenemos en común./ La verdad es que yo sin ti no soy nada.”

En la casa de los siete patios, los versos remiten espacios ontológicos: el ser recrudecido en el atrás, su cimiento de soledad, el poema: “Las palabras sin embargo,/ se van con sus lápidas a la tumba”.

[1] VELASCO, A. Diego: Los reductores de cabezas y la irrupción del poeta político. 2009.

[2] YÉPEZ, M. Pablo: Contraportada del libro: La casa de los siete patios. CCE. 1994.

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