El fin de la soledad

Álvaro Alemán

Alvaro Alemán
Quito, Ecuador

Después de muchos años de portar, con renuencia, el objeto en mi bolsillo, la presencia del teléfono celular sigue siendo molesta. Me incomoda, distrae, pesa, perturba, de la misma manera en que es posible recibir una dádiva y a la vez resentirla. Y no es solo el sentido de obligación no correspondida que asiento ante las demandas constantes de presencia, es sobre todo, la sensación de pérdida definitiva de un modo previo de experiencia. ¿Cómo sabemos y de qué manera, lo que la aparición de una nueva tecnología requiere de nosotros? ¿Qué es lo que entregamos, sin beneficio de inventario, qué hambre saciamos, qué líquido abrevamos?

La soledad del siglo XX poco a poco se extingue a favor de una experiencia de conectividad permanente que la desplaza. En el siglo XX la soledad funcionaba de otra manera: no solo era privada sino, de una manera particular, era especialmente pública. Se observaba en todos lados: sobre todo en el transporte público: hombres y mujeres envueltos en el capullo de su propio silencio, absortos, humeantes en la tamalera de sus experiencias particulares y sin embargo, juntos. La soledad propia operaba de otra manera: como laboratorio para ensayar hipótesis diversas, como caja de resonancia del tormento del pasado, como ensueño disponible en un instante, como ocasión para habitar el presente, como cacería de instantes a coleccionar, preservar, atesorar. Como fábrica de tristezas múltiples, como ocasión para dialogar con nosotros mismos. Todos estos modos experienciales existían simultáneamente, la soledad era el gatillo para su despliegue.

Uno de los atractivos de la poesía del siglo XX era el de existir como depósito verbal de soledades, registro exacto e inventario de un bien ineluctable, la poesía solía desplegar la diversidad de formas de habitar el mundo en soledad. Su importancia de cierto modo era directamente proporcional a la experiencia de alienación personal que de pronto se volvía tratable/inteligible al leer, también en soledad, a Vallejo, a Lorca, a Pessoa, a Plath, a Dickinson, a Whitman, a Tagore.

En el poemario El tiempo manual (1935) escrito durante la primera estancia del poeta ecuatoriano Jorge Carrera Andrade en Europa; primero en Berlín, luego en El Havre, más tarde en Barcelona, donde Carrera Andrade observó el fraccionamiento previo a la guerra civil española, el escritor quiteño publica “Soledad de las ciudades”, un texto que ilustra perfectamente una experiencia hoy extinta (en su mayor parte):

Sin conocer mi número./Cercado de murallas y de límites./Con una luna de forzado/y atada a mi tobillo una sombra perpetua.

El primer verso lo podemos leer hoy como la médula de una soledad previa a la dominante hoy en día: “sin conocer mi número” es una condición indeseable en tanto el poeta no conoce su lugar, no entiende la nomenclatura social; al mismo tiempo, ese desconocimiento es también un acto de rebeldía (en cuanto el poeta se resiste a convertirse en una estadística o un dato administrativo). Los números desconocidos de ayer que afectaban nuestra identidad eran aquellos que nos comunicaban con los demás: el número de nuestra casa, el del teléfono fijo. El ingreso de esos números a nuestra memoria antaño ha sido reemplazado hoy, en el teléfono celular, por un proceso en que se delega la memoria a un artefacto. El teléfono celular es ya una prótesis que (nos) recuerda. En ese sentido, somos ciborgs, organismos cibernéticos, criaturas compuestas de elementos orgánicos y dispositivos cibernéticos que intentan mejorar nuestras capacidades mediante la tecnología. Un ciborg hoy no lee la frase, “sin conocer mi número”, como efecto de alienación, como acto fallido, como el desconocimiento involuntario de mi lugar en el mundo. Hoy en día un ciborg no conoce su número y no tiene por qué hacerlo, su prótesis lo respalda y acompaña, su soledad es distinta.

Más adelante, Carrera Andrade sigue explorando su enajenación, habla de los límites que lo contienen, las murallas, la obligación y dice “y atada a mi tobillo una sombra perpetua”. La sombra es una imagen de oscuridad, de penumbra, de condena. La imagen evoca la escena en Peter Pan (1911) de J.M.Barrie en que el personaje titular pierde su sombra y luego la re coloca con la ayuda de Wendy Darling, que la vuelve a fijar a su emisor con hilo y aguja. Para Carrera Andrade y el siglo XX, la sombra es precisamente la ineludible existencia del yo escindido, la condena de cada uno de nosotros a ser quienes somos, sujetos heterogéneos autónomos e irremediablemente solos. La sombra es el recuerdo de que la evasión está signada al fracaso.

La “sombra perpetua” hoy es celular; indivisible, parte íntegra de la existencia contemporánea. La atadura no es causa de lamento, sino de regocijo, la atadura anatómica del teléfono inteligente a la piel no se siente como destino, se siente como voluntad.
Más adelante el poema dice:

Fronteras vivas se levantan/a un paso de mis pasos./No hay norte ni sur, este ni oeste,/sólo existe la soledad multiplicada,/la soledad dividida para una cifra de hombres./La carrera del tiempo en el circo del reloj,/el ombligo luminoso de los tranvías,/las campanas de hombros atléticos,/los muros que deletrean dos o tres palabras de color,/están hechos de una materia solitaria.

Resulta francamente extraordinaria la manera en que Carrera Andrade anticipa nuestro presente, ¿qué es este fragmento sino una descripción detallada, emitida en tono afectivo distinto, de la vida virtual en el siglo XXI? ¿No son las “fronteras vivas” imágenes generadas por computadoras (CGI), las que se presentan en incontables video juegos? ¿No es la experiencia de desorientación que describe el poeta quiteño precisamente nuestra ocupación del ciberespacio? ¿No son las “campanas de hombros atléticos” los tonos de llamadas y alarmas en nuestros teléfonos? Finalmente, ¿No son los “muros que deletrean” los muros mismos de Facebook, en toda su intratable condición publicitaria? Como bien dice el poeta, todos “están hechos de una materia solitaria”. Pero de distinta factura, de otra proveniencia.

Sigue el poema:

Imagen de la soledad:/el albañil que canta en un andamio,/fija balsa del cielo./Imágenes de la soledad:/el viajero que se sumerge en un periódico,/el camarero que esconde un retrato en el pecho.

Las imágenes que Carrera Andrade elige para describir la soledad de las ciudades están hoy en día, necesariamente datadas. El viajero ya no se sumerge en el periódico como una vez lo hizo, bucea hoy en corrientes informáticas, en bytes y pixeles, se zambulle en jpgs y pngs. El periódico asume hoy aquellas que una vez fueron funciones secundarias: forro protector para pintar las paredes, asiento de anuncios de compraventa, paso previo al escaneo. En el periódico ya nadie se sumerge en busca de evasión de su propia soledad, son los periódicos hoy los que están solos, con cada vez menos contenidos, con apenas suficiente espacio, si fuesen albercas, para mojar los pies. El camarero que “esconde un retrato en su pecho” también ha caducado, si lleva un retrato, lo lleva en su teléfono, junto con innumerables datos e imágenes. La condición única del retrato atesorado, llevado cerca como una herida abierta fue una vez una condición reconocible de la soledad humana del siglo XX. La conectividad de hoy dio fin a esa soledad, ya no más buses atestados de soledades contenidas sino turbas de datos bulliciosos, ya no más silencio circunspecto sino soledades impúdicas e imperiosas.

La ciudad tiene apariencia mineral./La geometría urbana es menos bella/que la que aprendimos en la escuela./Un triángulo, un huevo, un cubo de azúcar/nos iniciaron en la fiesta de las formas./Sólo después fue la circunferencia:/la primera mujer y la primera luna.

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