Esperando a los bárbaros

Mauricio Maldonado Muñoz
París, Francia

El 20 de mayo, el canciller Ricardo Patiño publicó un tweet que, textualmente, dice lo siguiente: «Hoy me reuní con [el] presidente de Angola José Eduardo [dos] Santos, quien recibió [el] 74% [de los] votos en [las] elecciones del 2012, a pesar de estar 33 años en poder». Éste, me parece a mí, es un ejemplo claro y quizá descarnado de cómo ven los funcionarios de este gobierno el ejercicio del poder. Ésta, por otra parte, era cosa bien sabida. Basta con recordar la forma en que han caracterizado al régimen cubano: el presidente, de hecho, llegó a decir que Cuba tiene “su forma de democracia”. No impresiona entonces que para el canciller el rasgo saliente del presidente angoleño no sea que lleva gobernando más de treinta años, sino que, a pesar de eso, gana elecciones.

No es difícil encontrar en la historia —incluso en aquella reciente— ejemplos de gobernantes que han permanecido en sus cargos durante períodos de tiempo así de extensos (generalmente sin posibilidad real de recambio). De Gadafi a Fidel (y a Mobutu, al propio dos Santos, a Kim Il-sung —y su continuación dinástica en Kim Jong-il y Kim Jong-un—, para no hablar de otros), los gobiernos “de más de treinta años” no son cosa perteneciente al pasado solamente. Sería un error meter a todos éstos es un mismo saco, es cierto. Cada uno tiene particularidades que merecen tratamientos separados, aunque comparten, grosso modo, un mismo principio: la apropiación del poder, la privatización del poder en una persona, un grupo o una dinastía. En algunos de estos regímenes —se me escapa si realmente en todos— han existido o existen elecciones que, por una quizás feliz coincidencia para ellos, terminan generalmente con sus perennes victorias.

El rasgo sobresaliente de estos regímenes no es, obviamente, la existencia de algo como procesos plebiscitarios, sino el hecho de que tales procesos no son capaces de influir en el recambio real de la política o en el cambio de fuerzas (razón por la cual ningún teórico de la política serio los incluye entre los gobiernos democráticos). Unos mandan y otros, no obstante las elecciones, obedecen. Y quiénes no lo hacen, pagan las consecuencias. La mayoría de estos personajes, a decir verdad, llegaron al poder a través de procesos que muchos considerarían sino justos al menos bien justificados: luchas anticoloniales, contra gobiernos represivos o en busca, al menos en el ideal, de una sociedad más equilibrada. El ideal, por supuesto, prontamente suele transformarse en su contrario y los que antes luchaban contra las represiones son hoy los represores; a veces con la venia o la pasividad del pueblo, pero represores al fin: porque por más que sirva como ficción política, el pueblo no da razón, sino peso, y por ende fuerza, pero nada más.

Por eso la democracia “real” (occidental y liberal, aunque moleste a algunos esta caracterización), incluso si es considerada como un conjunto de procedimientos formales, no puede considerarse tal a menos que permita, de uno u otro modo, el recambio; es decir, que permita algún tipo de alternabilidad (y que impida, por oposición, la perennización en el poder —con énfasis en el poder absoluto— de un individuo o un grupo). La democracia, en ese sentido, no es, como muchos pretenderían, la forma de gobierno que asegura que seremos mejor gobernados, sino solamente el sistema que permite que podamos cambiar nuestras opciones (evitar que los malos gobiernos se eternicen). Como decía Popper: «la democracia permite el cambio de gobierno sin el recurso a la violencia», y en ese sentido la democracia permite la paz. Para que esto pueda lograrse, para que no constituya una mera práctica simulada, debe hacerse en plena libertad. Por eso, decía bien Bobbio: «todos los Estados autoritarios del mundo son a la vez antiliberales y antidemocráticos». No bastan las elecciones o, más bien, no bastan si no nos permiten cambiar en libertad.

Congraciarse de que dos Santos haya llegado a estar treinta y tres años en el poder y que todavía gane elecciones, es sólo la alegoría de una visión que cualquier demócrata debería ver con desconfianza y absoluto recelo (por no decir con repudio). Ganar elecciones es cosa que los autócratas saben hacer mejor que los demócratas, ciertamente. Y los demócratas en épocas de autoritarismo suelen ser vistos como enemigos de los procesos comandados por aquéllos. La historia lo demuestra y para mala suerte lo sigue demostrando. Los demócratas, en los regímenes autocráticos, son los “bárbaros” y como tales, desde la visión de los déspotas, deben ser combatidos. Pero bien decía el poeta: «gente venida desde la frontera afirma que ya no hay bárbaros. ¿Y qué será ahora de nosotros sin bárbaros?».

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