El Papa y la pobreza, la otra cara de la moneda

Carlos Saladrigas
Miami, Estados Unidos

En un artículo reciente, Carlos Alberto Montaner fustiga al Papa por su preferencia por los pobres y excluidos, y por sus advertencias contra un capitalismo desbocado y el peligro que el dinero le presenta a la humanidad.

Montaner arremete contra el mensajero y se olvida de la fuente del mensaje —Jesús—quien claramente expresó su opción preferencial por los pobres —no por la pobreza— y advirtió sobre el potencial corruptivo del dinero. Solo basta leer unos cuantos pasajes:

▪ “Más fácil es pasar un camello por el ojo de una aguja, que entrar un rico en el reino de Dios”. Marcos 10:25

▪ “No os hagáis tesoros en la tierra… sino haceos tesoros en el cielo… Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”. Mateo 6:19

▪ “No podéis servir a Dios y a las riquezas”. Lucas 12.22

▪ “Jesús le dijo: Si quieres ser perfecto, anda, vende lo que tienes, y dalo a los pobres, y tendrás tesoro en el cielo…” Mateo 19:21

Estas palabras, dichas hoy, serían más que suficiente para que Jesús se ganara la acusación de marxista, o al menos de tonto iluso. Irónicamente, Jesús vivió en una economía de mercado donde no había un estado regulatorio y mucho menos paternalista. El conoció de cerca las virtudes y defectos de los mercados.

Lo que se le escapa a Montaner es que ni el Papa, ni Jesús, condenan la riqueza, ni hacen virtud de la pobreza. El énfasis es en el ser humano, y por ende, en la sociedad que formamos. El hombre, y su dignidad intrínseca, están por encima de las economías y los sistemas políticos, y con su libertad y su trabajo, crea riquezas, pero también es responsable ante su creador por el uso de la misma.

De hecho, en la parábola de los talentos (Mateo 25:14) Jesús deja claro que no todo el mundo recibe los mismos dones (desigualdad) pero recompensa al que con los dones recibidos toma riesgos y los pone a producir (por el bien común). El castigo lo reserva para el conservador que los entierra para no perderlos. El énfasis no está en la igualdad de los dones sino en su uso. En la manera que recibimos, seremos juzgados.

Estas enseñanzas evangélicas forman la doctrina social de la Iglesia, que no es estática, sino evolutiva. La Iglesia no es experta en economía, pero no hay enemistad entre la religión y la ciencia. La Iglesia es experta en moral y ética, y este Papa está determinado a recordarnos que los mercados son amorales y que las sociedades pueden y deben insertar sus valores en los sistemas económicos.

Francisco ha puesto la atención en la doctrina social de la Iglesia por su relevancia ante la coyuntura en que nos encontramos, donde los sistemas de mercado que tanto progreso económico han producido; que han sacado a millones de la pobreza; producido las clases medias más fuertes de la historia; los avances tecnológicos más complejos; y las mejores condiciones de vida para muchas sociedades, están cancaneando, erosionando sus propios logros y redundando en desigualdades extremas. El Papa deja claro que el problema fundamental que acosa al mundo moderno no es la producción de la riqueza, sino su distribución.

El Papa nos advierte que en este correr económico, el hombre se está denigrando a un diente en la rueda del consumo, o a un mero insumo en la producción, y que los mercados han invadido esferas de la sociedad donde no pertenecen. Francisco ha ido al meollo del problema —los mercados, dejados a su albedrío, no necesariamente procuran el bien común. La aseveración de Montaner que la suma de decisiones económicas individuales siempre redundan en el bien común, carece de fundamento.

Véase La Tragedia de los Comunes de Hardin, “donde varios individuos, motivados solo por el interés personal y actuando independiente pero racionalmente, terminan por destruir un recurso compartido limitado (el común) aunque a ninguno de ellos, ya sea como individuos o en conjunto, les convenga que tal destrucción suceda”.

Los mercados poseen una tendencia natural hacia la concentración de la riqueza, acumulando poder económico y político. Solo la sociedad, a través del estado, la moral, la verdadera competencia, precios adecuadamente determinados, y la democracia como sistema político, que busca lo opuesto —la dispersión del poder— pueden contrarrestar esta tendencia y tener como objetivo primordial la búsqueda del bien común. No sorprende que Montaner encuentre que los países más ricos del planeta son democracias con economías de mercado. Ambos sistemas son simbióticos. Cuando una sociedad permite que el dinero contamine la democracia, se pierde el freno de los excesos del mercado, y se corroe la propia democracia.

Francisco y la Iglesia entienden que aquellos problemas sociales que tienen solución en los mercados encuentran en ellos la más eficiente solución. Pero también nos advierten que no todos los problemas tienen solución en los mercados, lo que nos conlleva al segundo problema contemporáneo, la invasión de los mercados en esferas sociales donde no pertenecen.

Son hoy pocas las cosas que no tienen precio. El mecanismo por el cual los mercados distribuyen recursos son los precios de los bienes, determinados por las partes en libertad. La Iglesia nos recuerda que en muchas transacciones económicas ni existe paridad de conocimiento entre comprador y vendedor, ni existe, necesariamente, plena libertad. Un inmigrante que acepta condiciones laborales explotadoras, y un pobre que vende un riñón para alimentar a sus hijos, no fijan sus precios, ni consuman su transacción en libertad.

Francisco nos recuerda que hay bienes en la vida que no tienen precio y que no se deben distribuir a través de los mercados. Hay bienes comunes que han de distribuirse igualitariamente, y que no se prestan a un sistema de “pago por uso”. La dignidad humana trasciende la economía, y la sociedad es responsable por mantenerla sacrosanta.

* Carlos Saladrigas es un empresario cubano residente en Miami. Su texto ha sido publicado orignalmente en The Miami Herald.

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