Vásconez en su soledad

En la primera, cumple la fantasía lograda por pocos escritores aunque soñada por una legión, la de lograr que uno de sus personajes se desdoble, más que en Kafka, en Josef K, presentando al doctor Kronz, que junto a Maqroll El Gaviero, de Álvaro Mutis y otro doctor, el Farabeuf, de Elizondo, es uno de los personajes literarios nuestros que con toda seguridad sobrevivirán a sus creadores. El doctor Kronz, de Vásconez, cumple, según lo ha dicho Juan Villoro, el estado de perfección exigido por el místico agustino Hugo de Saint–Victor para el hombre que se considera extranjero en el mundo entero. Muy distinta a su predecesora, La sombra del apostador, es una prueba de fuerza que el ecuatoriano se impone a sí mismo: “imitar” en la acepción neoclásica del término y duplicar a la novela negra con una trama hípica que no sé si conozca el filósofo Fernando Savater, nuestro hombre en los hipódromos. Finalmente, La piel del miedo, es esa novela confesional con la que casi todo escritor sueña con coronar su obra. Una verdadera bildungsroman donde no falta la epilepsia, esa enfermedad de los iluminados, ni tampoco la proverbial violencia latinoamericana.

Hay países muy extensos, prácticamente continentales, como Rusia, la India o el Brasil que poseen literaturas pequeñas, cuyo repertorio de autores es posible agotar durante veinte años de lectura: algunas son verdaderas meriendas donde sólo se sientan los genios a la mesa y en otras, la dimensión de la tierra no equivale necesariamente a la grandeza de su literatura. Están, desde luego, las equívocamente llamadas “literaturas menores”, tras la traducción literal de Kafka. Pour une littérature mineure (1975) de Deleuze y Guatarri, que son sencillamente, las de los países chicos, como ya lo era la entonces aun unida Checoslovaquia cuya figura en el mapa es la sombra de Kafka. O Irlanda, solar de varios de los grandes poetas de la historia (Joyce y Beckett incluidos) o el Ecuador, cuyos pocos escritores trascendentes suelen ser inolvidables pues en ellos se nota la ambición legítima no de representar un país sino de encarnarlo desde el silencio, la fama póstuma o el exilio interior, ajenos a la gritería ideológica, ésa sí, escuchada con mucha atención por los piadosos europeos.

El Ecuador –esa línea imaginaria inmortalmente fijada por Vásconez en un ensayo célebre– cuenta, al menos, con cuatro escritores relevantes: Juan Montalvo, Pablo Palacio, Alfredo Gangotena y el propio Javier Vásconez. Alguien añadirá y hará bien, a un quinto, bueno o malo. De los cuatro, acaso el más solitario sea el novelista Vásconez. Montalvo fue un patricio cuyo verdadero público fue la humanidad liberal decimonónica y por ello le fue tan fácil lo imposible, continuar con algunas capítulos, el Quijote. Palacio fue un extraviado o un loco. Vivió y murió rodeado de fantasmas, que siempre son legión, mientras que Gangotena, como Vicente Huidobro, fue un poeta en francés y en español, además de geólogo formado en París y militante de la vanguardia, asociación mundial y delictuosa, acaso secreta, pero abundante en ingenios y catecúmenos.

Vásconez, en cambio, no por casualidad aparece tardíamente como escritor, en 1982, con los relatos de Ciudad lejana, pues en ese año, García Márquez gana el Premio Nobel de Literatura. Nada más y nada menos: el Boom, oficialmente nacido quince años atrás en la oficina de Carmen Balcells en Barcelona, aunque resultado de una acumulación creadora datada, al menos desde Rubén Darío, se convierte, realismo mágico o no, en una de las escuelas literarias mundiales de la más alta alcurnia crítica, con vastísimo público internacional y buen dinero en traducciones y conferencias.

Para los nacidos después, ya fuese en la década de los treinta o de los cuarenta, quedaba o la imitación servil y el ostracismo, o un camino más largo, oscuro y peligroso, que fue el emprendido por los mexicanos Elizondo, García Ponce o Pitol, el mexicano y venezolano Rossi, los argentinos Piglia y Aira o el propio Vásconez en el Ecuador, entre otros. Se trataba de sacar beneficio de la oportunidad, lo cual no era gran cosa pues el Boom era un pelotón que no podía adoptar demasiados novísimos ni rodearse de ahijados so pena de disolverse, pero sobre todo, de aprovechar el lugar ganado por los Fuentes y los Vargas Llosa en el banquete de la civilización (Alfonso Reyes dixit) y explorar, desde allí, los numerosos caminos de la tradición de la novela que el propio Boom desechaba, ya fuese por la vía del hiper experimentalismo o de la innovación retrógrada. Vásconez, como Pitol, votó por la literatura centroeuropea y como es obvio, por Kafka, mientras otros se nutrieron de Joyce o de combinaciones diversas entre el formalismo de la nueva novela francesa y la riqueza poética latinoamericana.

Vásconez, con El viajero de Praga, su verdadero nacimiento como escritor, se busca y se encuentra en Kafka, ya para entonces tan polisémico como Cervantes, asume, según dice una crítica literaria de tan buena pluma como Mercedes Mafla, que “en un país minúsculo como Ecuador, en el cual hay una modesta tradición de novelistas realistas, Vásconez es quizá el único que tiene plena conciencia de que a él –para decirlo en términos de otro checo insigne, el señor Kundera–, la única historia de la novela que le compete es la historia de la novela.”

Mafla se queda corta: inclusive en una literatura multitudinaria como la mexicana no es otra la decisión tomada por Elizondo, García Ponce o Pitol. Huir del inmenso y hollado país de los realistas y su nacionalismo tras los pasos perdidos de Bataille, Musil o Gombrowicz. Ello es notorio si lee todo Vásconez, que como ocurre con Pitol, en cada libro sigue una huella distinta. Por ello, la próxima publicación en Novelas a la sombra (FCE, 2015) de cuatro de sus novelas menos conocidas: Jardín Capelo (2007), El secreto (1996), El retorno de las moscas (2005) y La otra muerte del doctor (2016), es una buena noticia.

* Publicado originalmente en ‘Confabulario’, el suplemento cultural del diario El Universal de México.

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