¿Y los jueces?

La característica del juicio oral es que en este las pruebas se contradicen en audiencias, en las que, luego de los alegatos de las partes, los jueces anuncian su decisión. Se tiende, pues, a dar mayor agilidad a la resolución de los conflictos, obligando a los juzgadores a decidir en el mismo acto, versus lo que sucede hasta hoy con el sistema del juicio por escrito, en que las sentencias son expedidas tarde o nunca.

Fácil es entender que el buen funcionamiento del sistema oral requiere, de un lado, de la existencia de adecuada infraestructura (salas de audiencias, medios tecnológicos apropiados para grabación y transcripción de testimonios, etc.), y de otro lado, de jueces de alta calidad técnica, pues solo estos pueden tener los conocimientos y experiencia requeridos para tomar decisiones en la misma audiencia.

Sobre el asunto de la infraestructura es innegable que el Ecuador se ha modernizado. Las nuevas instalaciones judiciales están a la vista y huelgan las palabras si hay que compararlas con los cuchitriles en que funcionaban los juzgados en un pasado muy reciente. Hay que poner entonces el acento en la cuestión de los jueces, pues es ahí donde, para decirlo sin rodeos, el país tiene espantosas deficiencias.

Por mi ejercicio profesional he sido testigo de jueces -y también árbitros- que llegan a las audiencias sin haber siquiera leído de qué se trata el caso, peor estudiado los documentos previamente presentados como pruebas. Y pese a tal absoluta ignorancia, se atreven a resolver sobre libertades o patrimonios, cumpliendo meramente un ritual, una ficción de “debido” proceso que en caso alguno puede tolerarse.

Es inmenso el reto que sobre este aspecto tiene el Consejo de la Judicatura, por no referirme, por ahora, a la cuestión de la independencia judicial.

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