Rodas: máscara y hacienda

O al menos en sus ciudades más pobladas, donde las clases medias habían revitalizado las demandas y, con ello, las relaciones entre los que están en los cargos públicos y quienes  les pagan, o sea los ciudadanos. La alcaldía del simpático y estratégico Mauricio Rodas se ha encargado de desmentirme esta convicción en poco tiempo y de refrendar la idea de que en la política ecuatoriana no hay piso de tope, de que todo puede ir para peor y uno no darse ni cuenta.

La palabra que más escuché cuando Rodas era candidato fue “fresco”. Su propuesta, fresca. Su gente igual, así como sus proyectos de ciudad, a los que ya se les notaba cierto tufo de magnificencia de mal gusto, como cuando sugirió que quería hacer en Quito un festival similar al ordinario Viña del Mar. El presupuesto y un par de espectáculos públicos fracasados le pusieron en vereda, afortunadamente. Total, que Rodas se probaba como  un flagrante desconocedor de la historia, los procesos sociales y ambientales de las ciudades latinoamericanas, pero era, por suerte, fresco.  Tenía una máscara que casi ni se le notaba: parecía hasta estar a gusto en los barrios populares.

Lo que sí sucede es que Rodas es todo menos fresco. Es un encantador y muy calculador gestionador de su imagen. Y es, además, el regreso a la política de hacienda, si a ésta se la entiende como un modo de planificar y disponer los recursos públicos para el servicio de élites tradicionales, con caras renovadas pero con ambiciones y procesos de comprensión de lo público más bien bastante decimonónicos.

Veo esto ahora, cuando Quito ha asegurado la pérdida de buena parte de sus espacios verdes a favor de megaobras anacrónicas y deslindadas del más simple análisis urbanístico que pretenda asumirse incluyente, sostenible y eficiente. Pero lo vi también durante los pasados días, cuando altos mandos de su administración fueron a hablar a los habitantes del popular y malservido barrio Bolaños, al norte de Quito, y tratar a los vecinos, sus mandantes, de “vos”, de “tú”, y emplear una retórica casi paralela a la que usaba Jorge Icaza para recrear el ambiente de hacienda de la sierra del Ecuador.

Ahí los tenía, casuales, de gafa cara y oscura, sin mirar a nadie a los ojos, protegidos por sus choferes y estrategas, entregando migajas y diciendo “para que ustedes vean que yo sí les cumplo”. Ahí les tenía yo, con ese apuro del que tiene que hacer una gestión obligada y espera poner pies en polvorosa, no sin antes sacurdirse el aire de un barrio ajeno que les apesta. Casuales, bien vestidos, de chaleco, camisa arremangada y jean, cruzados de brazos, se ufanaban de haber instalado sendos protectores para que a la gente de ese lugar no le aplaste los autos flechados de la autopista. Porque sus caminitos ya los habían desmembrado a golpe de retroexcavadora y silencio, a golpe de poner bulldozers y no preguntar ni informar a nadie.

Tengo la sensación de que, en sus mejores momentos, la alcaldía de Rodas es una pobre imitación de la desorganización, servilismo y falta de proyecto del barrerismo en Quito; y que, en sus peores, no es otra cosa que el interés por convertir a la ciudad en una moderna hacienda, con pasos elevados, brea y cemento, barrios desplazados, árboles caídos, gente silenciada y con un buen puñado de habitantes fungiendo de peones urbanos. He pensado nuevamente sobre esto, y no se me ocurre cuánto más bajo se pueda llegar a caer.

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