Tengo una radio, pero no es mía

A diario llaman al teléfono de mi depar para pedir canciones, consejos matrimoniales, palabras de esperanza para los desesperanzados. Llaman creyendo, ¡ay!, que el mío es el número telefónico de Radio América. Algún disléxico escribió en internet mi número y se lo atribuyó a esa emisora.

Al principio, esas llamadas me ponían de mal humor (sobre todo cuando arrancaban a las 5 am). Pero ahora me divierten. Últimamente he correspondido a mi fieles radioyentes con las bachatas y baladas que me solicitan.

Esta mañana felicité a Sofía por su cumpleaños número 17, “¡y que viva la santa, que viva, y que muerda la torta, que la muerda!». Ayer resolví los problemas de un matrimonio que estaba en crisis, por cachos. A veces, cuando me las solicitan, arrojo opiniones políticas («A Rodas le falta liderazgo, ¿verdad, amigo radioescucha?»).

Durante las horas pico, brindo asesorías para burlar el tránsito vehicular. “No, amigo oyente, no agarre la Av. 6 de diciembre. El tráfico por esa vía anda espeso. Vaya por la Shyris, que por ahora no hay marchas”.

También les ratifico, a los incrédulos, que sí, que usted ha ganado la lavadora que sorteamos. Les tomo sus datos, los felicito por participar y les pido que retiren su recompensa en una dirección que, en realidad, pertenece a la casa de “la víctima”. “La víctima” a veces es: a) el tipo que alguna vez intentó cruzarse con una chica con la que yo salía, b) un ex profesor que me dejó de supletorio, c) la niña de la infancia que me viró la cara cuando le pedí un beso o d) un antiguo jefe extremadamente colérico. Claro, los radioyentes confiadísimos de que las coordenadas que les doy corresponden a las bodegas de la radio donde se entregan premios maravillosos.

Mi preferido, si me preguntan, es el segmento al que he titulado “Dime tu horóscopo y te diré quién eres”.

-¿Aló? ¿Radio América?- me pregunta una voz chillona, desafinada.
-Sí, Radio América -contesto yo-. ¿Cuál es tu signo zodiacal, amigo oyente?- pregunto con prisa ya que hay la bola de llamadas en espera.
-Sagitario- me responde.
-Ok. La inteligencia que antes admirabas de tu pareja, hoy te harán saltar de las iras -le avecino porque soy brujo.
-Pero ya no tengo pareja. Me terminó ayer.
-Por eso, es inteligente. Siguiente llamada, por favor.

Lo más aburrido de este, mi nuevo emprendimiento periodístico que no ha requerido de inversión, ocurre cuando asoman los colegiales deseosos de enviar mensajes melosos a las chicas de su curso. Casi siempre, las mismas palabras: “Dígale que la extraño”, “Dígale que la llevo en mi corazón”. En ese instante, antes de prometerles enviar el mensaje que jamás enviaré, razono con ellos.

-No, querido radioescucha- le hablo con dulzura-. En esto del amor, se necesita algo de creatividad con las palabras. ¿Sabes cuántos contemporáneos tuyos, de seguro, ya se habrán anticipado a decirle a tu chica exactamente el mismo repertorio de amor?

-¿Muchos?- me pregunta y atina.

-Muchísimos- le confirmo-. Decir que la llevas en tu corazón ya no tiene gracia. Vamos, amigo, sé que puedes hacerlo mejor. La naturaleza ha provisionado tu cuerpo con tantas partes y tú decides escoger la misma de siempre: ¡el corazón! ¿No te das cuenta que todos presumen de tenerla en el mismo sitio?

Casi siempre, luego de mi perorata, achican su voz y desisten de enviarles el mensaje que ellos creían romántico y original. Les pido reformular sus palabras y lo hacen: “Entonces, dígale a Meche, mi chica, que la llevo en el duodeno, justo antes de llegar al yeyuno”.

Para el segmento de salud estoy promoviendo una campaña creada por un médico con trastorno obsesivo-compulsivo. Consiste en masticar 32 veces exactas cada alimento. Ñam, ñam, ñam hasta que se tornen líquidos, insípidos y aburridos. “La monotonía de masticar 32 veces favorece la absorción de nutrientes”, les digo, ”disminuye el peso corporal, evita caries, produce más pH alcalino y ahuyenta el surgimiento de gastritis. El masticar varias veces, de paso, implicar tener la boca ocupada casi a tiempo completo. Eso excusa de tener que abrirla para dialogar con el suegro en la poco esperada cena del domingo”.

Odio, ¡o-d-i-o!, cuando me llaman para recriminarme por ser tan blando en entrevistas a políticos que jamás he hecho. Para salir al paso, yo les juro que la próxima seré más severo con mis entrevistados, que me empaparé mucho más del tema, que los acorralaré con mis preguntas hasta dejarlos inmóviles, paralizados, como auto frente a semáforo rojo. Pero al parecer, el entrevistador político de la radio, el de verdad, es muy malo en su campo porque siempre me hace quedar mal con mis promesas: vuelven a llamarme, se quejan una y otra vez, una y otra vez, una y otra maldita vez.

Estoy, pese a los altibajos, orgulloso de mi radio, mi primera radio, la única que jamás saldrá al aire y que se transmite desde una cama y con pijama.

Más relacionadas