El silencio cómplice de los hombres

Treinta sujetos, sí treinta (habrá que pronunciarlo bien para acercase al menos un poco a lo espantoso del hecho: trein-ta) atacaron sexualmente a una adolescente de la forma más cruel y humillante en que pudieron. Ese tipo de escenarios violentos para las mujeres se repiten a diario en toda escala, a todo nivel y en cualquier parte del mundo. Pasa en los estratos sociales ricos, medios y pobres sin discriminación alguna. Ocurre en Guayaquil, en Beijing, en Manta, en Buenos Aires, en Nueva York, en Granada, donde sea. Sucede. Está ahí. Les pasa a todas, a paseantes, a turistas, a comerciantes, a altas directivas, a madres de familia, a solteras empedernidas, a concejalas, a niñas, a jóvenes, a mujeres de todas las edades, a extranjeras, a nacionales.

¿Y qué pasa con los hombres? La pregunta la lanzo así, excluyente, con la intención de dirigir la vista hacia nosotros, los hombres. Es evidente que existen más clasificaciones, categorías sociales, diferenciaciones y grupos de personas que intervienen en la construcción de las relaciones de poder. Pero hablemos de los hombres. Porque lo triste con nosotros, es que aquí y ahora: no pasa nada. En nuestra sociedad, en nuestra cabeza, en el imaginario colectivo de los hombres simplemente no pasa nada. Porque todo tiene explicación y todo está validado desde nuestra cómoda posición de poder. Porque sólo en el último año se ha hablado de “ofrecidas”, de que “se ponen en situaciones de riesgo”, se ha insistido en que el problema es que “los padres les dejan viajar solas”. Y más cosas así de miopes, de retrógradas. Ese lenguaje violento sigue y se profundiza, se inserta en medio de nuestros canales de comunicación maquillado de humor negro.

Y seguimos callados. El límite superior de tolerancia/solidaridad de la mayoría de hombres está en compartir una publicación en redes sociales o una denuncia evidentemente hechas por una mujer. Sin comentar nada, en silencio, no con vergüenza, sino con silencio cómplice. Las campañas sobre la prevención y erradicación de la violencia contra la mujer son cada vez mayores y también el silencio cómplice de quienes tenemos el poder. El poder por ser hombres. Así de ilógico, antinatural e injusto. El poder tomado milenariamente por la fuerza. La irrenunciable zona de confort que compartimos todos, muchas veces sin siquiera notarlo. Me pregunto cuándo vamos a hablar, cuándo vamos a investigar, cuándo vamos a comprender, ayudar e intervenir activamente en todos los espacios que se pueda sean estos físicos o virtuales. Cuándo vamos a tomar partido, a decidir cambiar. A decidirnos. Está claro que dos mujeres no viajan solas, viajan juntas. Que el problema no está en cómo se vistan. Que deciden sobre su cuerpo. Que amamantar en público no es una invitación. Que no suben al transporte público para ser manoseadas. Que son y deben ser siempre libres, poderosas, respetadas. Está claro que su lucha es larga, compleja, solitaria. Está claro también, que todo eso NO está claro para nosotros, los hombres.

Parecería que la forma de irlo “aclarando” es la información. El entendimiento y la escucha desde la apertura. La valorización de las circunstancias, la preocupación, la indignación, la sorpresa. Si el hecho de que una niña sea violada por treinta hombres no nos sorprende o espeluzna lo suficiente para opinar sobre aquello, si los múltiples feminicidios no son suficientes para levantar la vista y generar un cambio real, si los abusos y discriminación laboral diaria contra la mujer no bastan para incomodarnos; me pregunto: ¿dónde vamos a terminar?

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